II
Hay que referirse ahora a los movimientos a los que puede darse con propiedad
el nombre de fascistas. El primero de ellos es el italiano, que dio
nombre al fenómeno, y que fue la creación de un periodista socialista renegado,
Benito Mussolini, cuyo nombre de pila, homenaje al presidente mexicano
anticlerical Benito Juárez, simbolizaba el apasionado antipapismo de su
Romana nativa. El propio Adolf Hitler reconoció su deuda para con Mussolini
y le manifestó su respeto, incluso cuando tanto él como la Italia fascista
demostraron su debilidad e incompetencia en la segunda guerra mundial. A
cambio, Mussolini tomó de Hitler, aunque en fecha tardía, el antisemitismo
que había estado ausente de su movimiento hasta 1938, y de la historia de
Italia desde su unificación.3 Sin embargo, el fascismo italiano no tuvo un
gran éxito internacional, a pesar de que intentó inspirar y financiar movimientos
similares en otras partes y de que ejerció una cierta influencia en
lugares inesperados, por ejemplo en Vladimir Jabotinsky, fundador del «revisionismo
» sionista, que en los años setenta ejerció el poder en Israel con
Menahem Begin.
De no haber mediado el triunfo de Hitler en Alemania en los primeros
meses de 1933, el fascismo no se habría convertido en un movimiento general.
De hecho, salvo el italiano, todos los movimientos fascistas de cierta
importancia se establecieron después de la subida de Hitler al poder. Destacan
entre ellos el de los Flecha Cruz de Hungría, que consiguió el 25 por 100
de los sufragios en la primera votación secreta celebrada en este país (1939),
y el de la Guardia de Hierro rumana, que gozaba de un apoyo aún mayor.
Tampoco los movimientos financiados por Mussolini, como los terroristas
croatas ustachá de Ante Pavelic, consiguieron mucho ni se fascistizaron
ideológicamente hasta los años treinta, en que algunos de ellos buscaron inspiración
y apoyo financiero en Alemania. Además, sin el triunfo de Hitler en
Alemania no se habría desarrollado la idea del fascismo como movimiento
universal, como una suerte de equivalente en la derecha del comunismo
internacional, con Berlín como su Moscú. Pero de todo ello no surgió un
movimiento sólido, sino tan sólo algunos colaboracionistas ideológicamente
motivados en la Europa ocupada por los alemanes. Sin embargo, muchos
ultraderechistas tradicionales, sobre todo en Francia, se negaron a cooperar
con los alemanes, pese a que eran furibundos reaccionarios, porque ante todo
eran nacionalistas. Algunos incluso participaron en la Resistencia. Si Alemania
no hubiera alcanzado una posición de potencia mundial de primer orden,
en franco ascenso, el fascismo no habría ejercido una influencia importante
fuera de Europa y los gobernantes reaccionarios no se habrían preocupado de
declarar su simpatía por el fascismo, como cuando, en 1940, el portugués
Salazar afirmó que él y Hitler estaban «unidos por la misma ideología» (Delzell,
1970, p. 348).
No es fácil decir qué era lo que desde 1933 tenían en común las diferentes
corrientes del fascismo, aparte de la aceptación de la hegemonía alemana.
La teoría no era el punto fuerte de unos movimientos que predicaban
la insuficiencia de la razón y del racionalismo y la superioridad del instinto
y de la voluntad. Atrajeron a todo tipo de teóricos reaccionarios en países
con una activa vida intelectual conservadora —Alemania es un ejemplo des-
tacado de ello—, pero éstos eran más bien elementos decorativos que estructurales
del fascismo. Mussolini podía haber prescindido perfectamente de su
filósofo Giovanni Gentile y Hitler probablemente ignoraba —y no le habría
importado saberlo— que contaba con el apoyo del filósofo Heidegger. No
es posible tampoco identificar al fascismo con una forma concreta de organización
del estado, el estado corporativo: la Alemania nazi perdió rápidamente
interés por esas ideas, tanto más en cuanto entraban en conflicto con
el principio de una única e indivisible Volksgemeinschaft o comunidad del
pueblo. Incluso un elemento aparentemente tan crucial como el racismo
estaba ausente, al principio, del fascismo italiano. Por otra parte, como
hemos visto, el fascismo compartía el nacionalismo, el anticomunismo, el
antiliberalismo, etc., con otros elementos no fascistas de la derecha. Algunos
de ellos, en especial los grupos reaccionarios franceses no fascistas,
compartían también con él la concepción de la política como violencia
callejera.
La principal diferencia entre la derecha fascista y la no fascista era que la
primera movilizaba a las masas desde abajo. Pertenecía a la era de la política
democrática y popular que los reaccionarios tradicionales rechazaban y
que los paladines del «estado orgánico» intentaban sobrepasar. El fascismo
se complacía en las movilizaciones de masas, y las conservó simbólicamente,
como una forma de escenografía política —las concentraciones nazis de
Nuremberg, las masas de la Piazza Venezia contemplando las gesticulaciones
de Mussolini desde su balcón—, incluso cuando subió al poder; lo mismo
cabe decir de los movimientos comunistas. Los fascistas eran los revolucionarios
de la contrarrevolución: en su retórica, en su atractivo para cuantos se
consideraban víctimas de la sociedad, en su llamamiento a transformarla de
forma radical, e incluso en su deliberada adaptación de los símbolos y nombres
de los revolucionarios sociales, tan evidente en el caso del «Partido
Obrero Nacionalsocialista» de Hitler, con su bandera roja (modificada) y la
inmediata adopción del 1.° de mayo de los rojos como fiesta oficial, en 1933.
Análogamente, aunque el fascismo también se especializó en la retórica
del retorno del pasado tradicional y obtuvo un gran apoyo entre aquellos que
habrían preferido borrar el siglo anterior, si hubiera sido posible, no era realmente
un movimiento tradicionalista del estilo de los carlistas de Navarra
que apoyaron a Franco en la guerra civil, o de las campañas de Gandhi en
pro del retorno a los telares manuales y a los ideales rurales. Propugnaba
muchos valores tradicionales, lo cual es otra cuestión. Denunciaba la emancipación
liberal —la mujer debía permanecer en el hogar y dar a luz muchos
hijos— y desconfiaba de la insidiosa influencia de la cultura moderna y,
especialmente, del arte de vanguardia, al que los nacionalsocialistas alemanes
tildaban de «bolchevismo cultural» y de degenerado. Sin embargo, los
principales movimientos fascistas —el italiano y el alemán— no recurrieron
a los guardianes históricos del orden conservador, la Iglesia y la monarquía.
Antes al contrario, intentaron suplantarlos por un principio de liderazgo
totalmente nuevo encarnado en el hombre hecho a sí mismo y legitimado por
el apoyo de las masas, y por unas ideologías —y en ocasiones cultos— de
carácter laico.
El pasado al que apelaban era un artificio. Sus tradiciones eran inventadas.
El propio racismo de Hitler no era ese sentimiento de orgullo por una ascendencia
común, pura y no interrumpida que provee a los genealogistas de
encargos de norteamericanos que aspiran a demostrar que descienden de un
yeoman de Suffolk del siglo xvi. Era, más bien, una elucubración posdarwiniana
formulada a finales del siglo xix, que reclamaba el apoyo (y, por desgracia,
lo obtuvo frecuentemente en Alemania) de la nueva ciencia de la genética
o, más exactamente, de la rama de la genética aplicada («eugenesia») que
soñaba con crear una superraza humana mediante la reproducción selectiva y
la eliminación de los menos aptos. La raza destinada a dominar el mundo con
Hitler ni siquiera tuvo un nombre hasta 1898, cuando un antropólogo acuñó el
término «nórdico». Hostil como era, por principio, a la Ilustración y a la revolución
francesa, el fascismo no podía creer formalmente en la modernidad y
en el progreso, pero no tenía dificultad en combinar un conjunto absurdo de
creencias con la modernización tecnológica en la práctica, excepto en algunos
casos en que paralizó la investigación científica básica por motivos ideológicos
(véase el capítulo XVIII). El fascismo triunfó sobre el liberalismo al
proporcionar la prueba de que los hombres pueden, sin dificultad, conjugar
unas creencias absurdas sobre el mundo con un dominio eficaz de la alta tecnología
contemporánea. Los años finales del siglo xx, con las sectas fundamentalistas
que manejan las armas de la televisión y de la colecta de fondos
programada por ordenador, nos han familiarizado más con este fenómeno.
Sin embargo, es necesario explicar esa combinación de valores conservadores,
de técnicas de la democracia de masas y de una ideología innovadora
de violencia irracional, centrada fundamentalmente en el nacionalismo. Ese
tipo de movimientos no tradicionales de la derecha radical habían surgido en
varios países europeos a finales del siglo xix como reacción contra el liberalismo
(esto es, contra la transformación acelerada de las sociedades por el
capitalismo) y contra los movimientos socialistas obreros en ascenso y, más
en general, contra la corriente de extranjeros que se desplazaban de uno a
otro lado del planeta en el mayor movimiento migratorio que la historia
había registrado hasta ese momento. Los hombres y las mujeres emigraban
no sólo a través de los océanos y de las fronteras internacionales, sino desde
el campo a la ciudad, de una región a otra dentro del mismo país, en suma,
desde la «patria» hasta la tierra de los extranjeros y, en otro sentido, como
extranjeros hacia la patria de otros. Casi quince de cada cien polacos abandonaron
su país para siempre, además del medio millón anual de emigrantes
estacionales, para integrarse en la clase obrera de los países receptores. Los
años finales del siglo xix anticiparon lo que ocurriría en las postrimerías del
siglo xx e iniciaron la xenofobia masiva, de la que el racismo —la protección
de la raza pura nativa frente a la contaminación, o incluso el predominio, de
las hordas subhumanas invasoras— pasó a ser la expresión habitual. Su fuerza
puede calibrarse no sólo por el temor hacia los inmigrantes polacos que
indujo al gran sociólogo alemán Max Weber a apoyar temporalmente la Liga
Pangermana, sino por la campaña cada vez más febril contra la inmigración
de masas en los Estados Unidos, que, durante y después de la segunda guerra
mundial, llevó al país de la estatua de la Libertad a cerrar sus fronteras a
aquellos a quienes dicha estatua debía dar la bienvenida.
El sustrato común de esos movimientos era el resentimiento de los humildes
en una sociedad que los aplastaba entre el gran capital, por un lado, y los
movimientos obreros en ascenso, por el otro. O que, al menos, les privaba de
la posición respetable que habían ocupado en el orden social y que creían
merecer, o de la situación a que creían tener derecho en el seno de una sociedad
dinámica. Esos sentimientos encontraron su expresión más característica
en el antisemitismo, que en el último cuarto del siglo xix comenzó a animar, en
diversos países, movimientos políticos específicos basados en la hostilidad
hacia los judíos. Los judíos estaban prácticamente en todas partes y podían
simbolizar fácilmente lo más odioso de un mundo injusto, en buena medida
por su aceptación de las ideas de la Ilustración y de la revolución francesa que
los había emancipado y, con ello, los había hecho más visibles. Podían servir
como símbolos del odiado capitalista/financiero; del agitador revolucionario;
de la influencia destructiva de los «intelectuales desarraigados» y de los nuevos
medios de comunicación de masas; de la competencia —que no podía ser
sino «injusta»— que les otorgaba un número desproporcionado de puestos en
determinadas profesiones que exigían un nivel de instrucción; y del extranjero
y del intruso como tal. Eso sin mencionar la convicción generalizada de los
cristianos más tradicionales de que habían matado a Jesucristo.
El rechazo de los judíos era general en el mundo occidental y su posición
en la sociedad decimonónica era verdaderamente ambigua. Sin embargo, el
hecho de que los trabajadores en huelga, aunque estuvieran integrados en
movimientos obreros no racistas, atacaran a los tenderos judíos y consideraran
a sus patronos como judíos (muchas veces con razón, en amplias zonas
de Europa central y oriental) no debe inducir a considerarlos como protonazis,
de igual forma que el antisemitismo de los intelectuales liberales británicos
del reinado de Eduardo VII, como el del grupo de Bloomsbury, tampoco
les convertía en simpatizantes de los antisemitas políticos de la derecha
radical. El antisemitismo agrario de Europa central y oriental, donde en la
práctica el judío era el punto de contacto entre el campesino y la economía
exterior de la que dependía su sustento, era más permanente y explosivo, y lo
fue cada vez más a medida que las sociedades rurales eslava, magiar o rumana
se conmovieron como consecuencia de las incomprensibles sacudidas del
mundo moderno. Esos grupos incultos podían creer las historias que circulaban
acerca de que los judíos sacrificaban a los niños cristianos, y los momentos
de explosión social desembocaban en pogroms, alentados por los elementos
reaccionarios del imperio del zar. especialmente a partir de 1881, año
en que se produjo el asesinato del zar Alejandro II por los revolucionarios
sociales. Existe por ello una continuidad directa entre el antisemitismo popular
original y el exterminio de los judíos durante la segunda guerra mundial.
El antisemitismo popular dio un fundamento a los movimientos fascistas de
la Europa oriental a medida que adquirían una base de masas, particularmente
al de la Guardia de Hierro rumana y al de los Flecha Cruz de Hungría. En
todo caso, en los antiguos territorios de los Habsburgo y de los Romanov,
esta conexión era mucho más clara que en el Reich alemán, donde el antisemitismo
popular rural y provinciano, aunque fuerte y profundamente enraizado,
era menos violento, o incluso más tolerante. Los judíos que en 1938
escaparon de la Viena ocupada hacia Berlín se asombraron ante la ausencia
de antisemitismo en las calles. En Berlín (por ejemplo, en noviembre
de 1938), la violencia fue decretada desde arriba (Kershaw, 1983). A pesar de
ello, no existe comparación posible entre la violencia ocasional e intermitente
de los pogroms y lo que ocurriría una generación más tarde. El puñado de
muertos de 1881, los cuarenta o cincuenta del pogrom de Kishinev de 1903,
ofendieron al mundo —justamente— porque antes de que se iniciara la barbarie
ese número de víctimas era considerado intolerable por un mundo que
confiaba en el progreso de la civilización. En cuanto a los pogroms mucho
más importantes que acompañaron a los levantamientos de las masas de
campesinos durante la revolución rusa de 1905, sólo provocaron, en comparación
con los episodios posteriores, un número de bajas modesto, tal vez
ochocientos muertos en total. Puede compararse esta cifra con los 3.800 judíos
que, en 1941 murieron en tres días en Vilnius (Vilna) a manos de los
lituanos, cuando los alemanes invadieron la URSS y antes de que comenzara
su exterminio sistemático.
Los nuevos movimientos de la derecha radical que respondían a estas tradiciones
antiguas de intolerancia, pero que las transformaron fundamentalmente,
calaban especialmente en las capas medias y bajas de ¡a sociedad
europea, y su retórica y su teoría fueron formuladas por intelectuales nacionalistas
que comenzaron a aparecer en la década de 1890. El propio término
«nacionalismo» se acuñó durante esos años para describir a esos nuevos portavoces
de la reacción. Los militantes de las clases medias y bajas se integraron
en la derecha radical, sobre todo en los países en los que no prevalecían
las ideologías de la democracia y el liberalismo, o entre las clases que no
se identificaban con ellas, esto es. sobre todo allí donde no se había registrado
un acontecimiento equivalente a la revolución francesa. En efecto, en los
países centrales del liberalismo occidental —Gran Bretaña, Francia y Estados
Unidos— la hegemonía de la tradición revolucionaria impidió la aparición
de movimientos fascistas importantes. Es un error confundir el racismo
de los populistas norteamericanos o el chauvinismo de los republicanos franceses
con el protofascismo, pues estos eran movimientos de izquierda.
Ello no impidió que, una vez arrinconada la hegemonía de la Libertad, la
Igualdad y la Fraternidad, los viejos instintos se vincularan a nuevos lemas
políticos. No hay duda de que un gran porcentaje de los activistas de la
esvástica en los Alpes austríacos procedían de las filas de los profesionales
provinciales —veterinarios, topógrafos, etc.—, que antes habían sido liberales
y habían formado una minoría educada y emancipada en un entorno
dominado por el clericalismo rural. De igual manera, la desintegración de los
movimientos proletarios socialistas y obreros clásicos de finales del siglo xx
han dejado el terreno libre al chauvinismo y al racismo instintivos de muchos
trabajadores manuales. Hasta ahora, aunque lejos de ser inmunes a ese tipo
de sentimientos, habían dudado de expresarlos en público por su lealtad a
unos partidos que los rechazaban enérgicamente. Desde los años sesenta, la
xenofobia y el racismo político de la Europa occidental es un fenómeno que
se da principalmente entre los trabajadores manuales. Sin embargo, en los
decenios de incubación del fascismo se manifestaba en los grupos que no se
manchaban las manos en el trabajo.
Las capas medias y medias bajas fueron la espina dorsal de esos movimientos
durante todo el período de vigencia del fascismo. Esto no lo niegan
ni siquiera los historiadores que se proponen revisar el consenso de «virtualmente
» cualquier análisis del apoyo a los nazis realizado entre 1930 y 1980
(Childers, 1983; Childers, 1991, pp. 8 y 14-15). Consideremos tan sólo uno
de los numerosos casos en que se ha estudiado la afiliación y el apoyo de
dichos movimientos: el de Austria en el período de entreguerras. De los
nacionalsocialistas elegidos como concejales en Viena en 1932, el 18 por 100
eran trabajadores por cuenta propia, el 56 por 100 eran trabajadores administrativos,
oficinistas y funcionarios, y el 14 por 100 obreros. De los nazis elegidos
en cinco asambleas austríacas de fuera de Viena en ese mismo año, el
16 por 100 eran trabajadores por cuenta propia y campesinos, el 51 por 100
oficinistas, etc., y el 10 por 100 obreros no especializados (Larsen et ai,
1978, pp. 766-767).
No quiere ello decir que los movimientos fascistas no gozaran de apoyo
entre las clases obreras menos favorecidas. Fuera cual fuere la composición
de sus cuadros, el apoyo a los Guardias de Hierro rumanos procedía de los
campesinos pobres. Una gran parte del electorado del movimiento de los Flecha
Cruz húngaros pertenecía a la clase obrera (el Partido Comunista estaba
prohibido y el Partido Socialdemócrata, siempre reducido, pagaba el precio
de ser tolerado por el régimen de Horthy) y, tras la derrota de la socialdemocracia
austríaca en 1934, se produjo un importante trasvase de trabajadores
hacia el Partido Nazi, especialmente en las provincias. Además, una vez que
los gobiernos fascistas habían adquirido legitimidad pública, como en Italia
y Alemania, muchos más trabajadores comunistas y socialistas de los que la
tradición izquierdista está dispuesta a admitir entraron en sintonía con los
nuevos regímenes. No obstante, dado que el fascismo tenía dificultades para
atraer a los elementos tradicionales de la sociedad rural (salvo donde, como
en Croacia, contaban con el refuerzo de organizaciones como la Iglesia católica)
y que era el enemigo jurado de las ideologías y partidos identificados
con la clase obrera organizada, su principal apoyo natural residía en las capas
medias de la sociedad.
Hasta qué punto caló el fascismo en la clase media es una cuestión sujeta
a discusión. Ejerció, sin duda, un fuerte atractivo entre los jóvenes de clase
media, especialmente entre los estudiantes universitarios de la Europa conti-
nental que, durante el período de entreguerras, daban apoyo a la ultraderecha.
En 1921 (es decir, antes de la «marcha sobre Roma») el 13 por 100 de los
miembros del movimiento fascista italiano eran estudiantes. En Alemania, ya
en 1930, cuando la mayoría de los futuros nazis no se interesaban todavía por
la figura de Hitler, eran entre el 5 y el 10 por 100 de los miembros del Partido
Nazi (Kater, 1985, p. 467; Noelle y Neumann, 1967, p. 196). Como veremos,
muchos fascistas eran ex oficiales de clase media, para los cuales la gran
guerra, con todos sus horrores, había sido la cima de su realización personal,
desde la cual sólo contemplaban el triste futuro de una vida civil decepcionante.
Estos eran segmentos de la clase media que se sentían particularmente
atraídos por el activismo. En general, la atracción de la derecha radical era
mayor cuanto más fuerte era la amenaza, real o temida, que se cernía sobre la
posición de un grupo de la clase media, a medida que se desbarataba el marco
que se suponía que tenía que mantener en su lugar el orden social. En
Alemania, la gran inflación, que redujo a cero el valor de la moneda, y la Gran
Depresión que la siguió radicalizaron incluso a algunos estratos de la clase
media, como los funcionarios de los niveles medios y superiores, cuya posición
parecía segura y que, en circunstancias menos traumáticas, se habrían
sentido satisfechos en su papel de patriotas conservadores tradicionales, nostálgicos
del emperador Guillermo pero dispuestos a servir a una república presidida
por el mariscal Hindenburg, si no hubiera sido evidente que ésta se
estaba derrumbando. En el período de entreguerras, la gran mayoría de la
población alemana que no tenía intereses políticos recordaba con nostalgia el
imperio de Guillermo II. En los años sesenta, cuando la gran mayoría de los
alemanes occidentales consideraba, con razón, que entonces estaba viviendo
el mejor momento de la historia del país, el 42 por 100 de la población de más
de sesenta años pensaba todavía que el período anterior a 1914 había sido
mejor, frente al 32 por 100 que había sido convertido por el «milagro económico
» (Noelle y Neumann, 1967, p. 197). Entre 1930 y 1932, los votantes
de los partidos burgueses del centro y de la derecha se inclinaron en masa por
el partido nazi. Sin embargo, no fueron ellos los constructores del fascismo.
Por la forma en que se dibujaron las líneas de la lucha política en el
período de entreguerras, esas capas medias conservadoras eran susceptibles
de apoyar, e incluso de abrazar, el fascismo. La amenaza para la sociedad
liberal y para sus valores parecía encarnada en la derecha, y la amenaza para
el orden social, en la izquierda. Fueron sus temores los que determinaron la
inclinación política de la clase media. Los conservadores tradicionales se
sentían atraídos por los demagogos del fascismo y se mostraron dispuestos a
aliarse con ellos contra el gran enemigo. El fascismo italiano tenía buena
prensa en los años veinte e incluso en los años treinta, excepto en la izquierda
del liberalismo. «La década no ha sido fructífera por lo que respecta al arte
del buen gobierno, si se exceptúa el experimento dorado del fascismo»,
escribió John Buchan, eminente conservador británico y autor de novelas
policiacas. (Lamentablemente, la inclinación a escribir novelas policiacas
raramente coincide con convicciones izquierdistas.) (Graves y Hodge, 1941,
p. 248.) Hitler fue llevado al poder por una coalición de la derecha tradicional,
a la que muy pronto devoró, y el general Franco incluyó en su frente
nacionalista a la Falange española, movimiento poco importante a la sazón,
porque lo que él representaba era la unión de toda la derecha contra los fantasmas
de 1789 y de 1917, entre los cuales no establecía una clara distinción.
Franco tuvo la fortuna de no intervenir en la segunda guerra mundial al lado
de Hitler, pero envió una fuerza de voluntarios, la División Azul, a luchar en
Rusia al lado de los alemanes, contra los comunistas ateos. El mariscal
Pétain no era, sin duda, ni un fascista ni un simpatizante nazi. Una de las
razones por fas que después de la guerra era tan difícii distinguir en Francia
a los fascistas sinceros y a los colaboracionistas de los seguidores del régimen
petainista de Vichy era la falta de una línea clara de demarcación entre
ambos grupos. Aquellos cuyos padres habían odiado a Dreyfus, a los judíos
y a la república bastarda —algunos de los personajes de Vichy tenían edad
suficiente para haber experimentado ellos mismos ese sentimiento— engrosaron
naturalmente las filas de los entusiastas fanáticos de una Europa hitleriana.
En resumen, durante el período de entreguerras, la alianza «natural» de
la derecha abarcaba desde los conservadores tradicionales hasta el sector más
extremo de la patología fascista, pasando por los reaccionarios de viejo cuño.
Las fuerzas tradicionales del conservadurismo y la contrarrevolución eran
fuertes, pero poco activas. El fascismo les dio una dinámica y, lo que tal vez
es más importante, el ejemplo de su triunfo sobre las fuerzas del desorden.
(El argumento habitual en favor de la Italia fascista era que «Mussolini había
conseguido que los trenes circularan con puntualidad».) De la misma forma
que desde 1933 el dinamismo de los comunistas ejerció un atractivo sobre la
izquierda desorientada y sin rumbo, los éxitos del fascismo, sobre todo desde
la subida al poder de los nacionalsocialistas en Alemania, lo hicieron aparecer
como el movimiento del futuro. Que el fascismo llegara incluso a
adquirir importancia, aunque por poco tiempo, en la Gran Bretaña conservadora
demuestra la fuerza de ese «efecto de demostración». Dado que todo el
mundo consideraba que Gran Bretaña era un modelo de estabilidad social y
política, el hecho de que el fascismo consiguiera ganarse a uno de sus más
destacados políticos y de que obtuviera el apoyo de uno de sus principales
magnates de la prensa resulta significativo, aunque el movimiento de sir
Oswald Mosley perdiera rápidamente el favor de los políticos respetables y
el Daily Mail de lord Rothermere abandonara muy pronto su apoyo a la
Unión Británica de Fascistas.