El siglo XX según Judt

Judt, T. (2014) Pensar el siglo XX . Argentina: Ed. Taurus.


"La familia de mi primera mujer, por parte de su madre, eran unos prósperos profesionales judíos de Breslau: unos tipos representativos de la largamente establecida burguesía judìa alemana. Aunque habían escapado de la Alemania nazi y se habían asentado cómodamente en Inglaterra, seguían siendo profundamente alemanes en todo lo que hacían: desde la decoración de su casa a la comida que tomaban, la conversación, las referencias culturales con las que se identificaban unos a otros y a los recién llegados. Cada vez que una de las tías quería ubicarme, me preguntaba educadamente si yo había leído a tal o cual clásico alemán. Su sentido de pérdida era palpable y omnipresente: el mundo alemán que les había abandonado era el único que conocían y el único que merecía la pena tener, por lo que su ausencia constituía un dolor mucho mayor que todo lo que los nazis habían perpetrado.
Mi padre, procedente de un entorno judío del este de Europa muy diferente, no dejaba de sorprenderse de que mis suegros volvieran año sí, año no, a Alemania a pasar sus vacaciones. Solía volverse hacia mi madre con expresión de total perplejidad y preguntar, calladamente: pero ¿cómo pueden? A decir verdad, mi primera suegra siguió muy encariñada con Alemania, tanto con la Silesia de su infancia como con la próspera y confortable nueva República de Bonn, con la que cada vez estaba más familiarizada. Tanto ella como su hermana continuaron estando convencidas de que la aberración había sido Hitler. Para ellas, Deutschtum seguía constituyendo una realidad viva.
(...) Sin embargo, el lugar del antisemitismo en esta historia no siempre es tan claro como a la gente le gusta pensar. Cuando Karl Lueger fue en 1897 elegido por primera vez alcalde de Viena, formando parte de una plataforma abiertamente antisemita, los culturalmente confiados judíos de Viena de ninguna manera le concedieron la autoridad para definir la identidad nacioinal o cultural. Se sentían como mínimo tan seguros en su propia identidad que probablemente, si les hubieran preguntado, habrían preferido que él eligiera (como afirmaba hacer) quién era judío y quién no, más que quién podía o no podía ser alemán." (29, 30)

"En efecto, fue una era -desde el punto de vista económico, no político ni ideológico- de enorme autoconfianza. Esta confianza adoptó dos formas. Por un lado, existía la visión -de los economistas neoclásicos y sus seguidores- de que al capitalismo le estaba y le seguiría yendo muy bien, y de que de hecho albergaba dentro de sí las fuentes y los recursos de su propia e indefinida renovación. Y luego estaba el punto de vista paralelo y no menos modernista que veía al capitalismo -estuviera o no prosperando en aquel momento- como un sistema destinado a declinar y desmoronarse bajo el peso de sus propios conflictos y contradicciones. Aunque partían de puntos muy diferentes, ambas eran, digamos, perspectivas con miras al futuro, y algo más que autocomplacientes en su análisis.
Las dos décadas siguientes a la última depresión económica de finales del siglo XIX constituyeron la primera gran era de la globalización; la economía mundial estaba empezando a integrarse justo de la forma que Keynes había sugerido. Precisamente por esta razón, la dimensión del colapso durante y tras la Primera Guerra Mundial y el ritmo al que las economías se contrajeron entre las dos guerras es difícil de apreciar por nosotros incluso ahora. Fue entonces cuando se introdujeron los pasaportes, volvió el patrón oro (en el caso británico en 1925, reinstaurado por el ministro de Hacienda Winston Churchill pese a las objeciones de Keynes), las monedas se colapsaron; el comercio descendió.
Para hacerse una idea de las implicaciones que tuvo todo ello, pensemos que las economías clave de la próspera Europa Occidental no volverían a situarse en los niveles de 1914 hasta medidados de la década de 1970, tras muchas décadas de contracción y protección. En resumen, las economías industriales de Occidente (con la excepción de Estados Unidos) experimentaron un declive de sesenta años, marcado por dos guerras mundiales y una depresión económica sin precedentes. Por encima de todo lo demás, estos fueron los precedentes y el contexto de todo lo que hemos estado debatiendo y, de hecho, de la historia mundial del siglo pasado.
Cuando Keynes escribió su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero (publicada por primera vez en 1936), le precupaba -tal vez sería más exacto decir que le obsesionaba- el problema de la estabilidad y las crisis. A diferencia de los economistas clásicos y sus herederos neoclásicos (sus propios profesores), él estaba convencido de que las condiciones de incertidumbre – y la concomitante inseguridad social y política- deberían considerarse la norma en lugar de la excepción en las economías capitalistas. En resumen, estaba proponiendo una teoría del mundo que él mismo había experimentado en su vida: lejos de constituir la condición de partida de los mercados perfectos, la estabilidad era un subproducto impredecible e incluso escaso de la actividad económica no regulada. La intervención, de una forma u otra, era la condición necesaria para el bienestar económico y, en ocasiones, para la propia supervivencia de los mercados." (39, 40)

"Recordemos no obastante que la Austria de entreguerras, pese a su tamaño y capacidad reducidos, tenía la suerte de contar con un movimiento socialista sofisticado y bien asentado que solo fue derrotado y finalmente destruído como consecuencia de dos golpes de Estado reaccionario sucesivos: el primero en 1934 y el segundo en 1938. Austria era la esencia misma de todo lo que la Primera Guerra Mundial había supuesto para el continente europeo: el riesgo e incluso la probabilidad de una revolución; el deseo (y la imposibilidad) de ser una nación-Estado autosuficiente; la dificultad aumentada de mantener una coexistencia política pacífica dentro de un espacio cívico que no contaba con recursos económicos.
Llama la atención el comentario del gran historiador Eric Hobsbawm sobre su niñez y juventud en la Viena de la década de 1920: uno se sentía, escribe, como suspendido en un limbo entre un mundo que había sido destruido y otro todavía por nacer. Es también en Austria donde encontramos los orígenes de la otra gran corriente de teoría económica de nuestro tiempo, en clara oposición a las obras de Keynes y en consonancia con los trabajos de Karl Popper, Ludewig von Mises, Joseph Schumpeter y, por encima de todo, Friedrich Hayek.
Los tres cuartos de siglo que siguieron al coloapso de Auestria de la década de 1930 puede considerarse como un duelo entre Keynes y Hayek. Keynes, como decía antes, comienza con la observación de que bajo unas condiciones económicas de incertidumbre sería imprudente suponer unos resultados estables, y por tanto sería mejor diseñar formas de intervenir a fin de conseguirlos. Hayek, que escribe conscientemente en contra de Keynes y desde la experiencia austríaca, argumenta en su Camino de servidumbre que la intervención -la planificación, por benevolente o bienintencionada que sea e independientemente del contexto político- termina mal. Su libro fue publicado en 1945 y destaca sobre todo por su predicción de que el incipiente Estado del bienestar británico posterior a la Segunda Guerra Mundial debería prever un destino similar al del experimento socialista de la Viena posterior a 1918. empezando por la planificación socialista, terminarían con un Hitler o un sucesor parecido. Para Hayek, en resumen, la lección de Austria e incluso el desastre de la Europa de entreguerras se reducía grosso modo a esto: no intervenir y no planificar." (41, 42)

"En palabras del propio Marx, él no se dedicaba a escribir las recetas de los libros de cocina del futuro; él simplemente prometía que esos libros de cocina futuros existírían si utilizábamos correctamente los ingredientes de hoy." (44)

"Recordemos que Arendt publicó Eichmann en Jerusalén al comienzo de la década de 1960. Lo que sostenía todavía no se había convertido en una opinión convencional, pero llegaría a serlo en un par de décadas. Para la de 1980, ya era un punto de vista bastante compartido por los especialistas en la materia que la historia del nazismo, y de hecho del totalitarismo en todas sus formas, no podía entenderse plenamente si se reducía a un relato basado en personas malévolas consciente y deliberadamente implicadas en actos criminales con intención de hacer daño.
Es evidente que desde una perspectiva ética o legal, esto último tiene más sentido: no solo nos incomodan los conceptos de responsabilidad o culpa colectiva, sino que exigimos alguna evidencia de intención y acción a fin de manejar a nuestro gusto la asignación de la culpa y la inocencia. Pero en los criterios legales e incluso éticos no se agotan los términos de los que disponemos para la explicación histórica. Y sin duda resultan insuficientes a la hora de elaborar un relato de cómo y po qué personas anónimas, que llevaron a cabo acciones decididamente anónimas (como la gestión de los horarios de los trenes) con la conciencia absolutamente tranquila, pueden producir sin embargo un gran mal." (46, 47)

"El problema con los acontecimientos históricos que están intrincadamente entrelazados es que para entender mejor los elementos que los constituyen tenemos que separarlos. Pero para ver la historia en plenitud, hay que entretejer de nuevo esos elementos." (54)

"En Estados Unidos, los espías eran verdaderos outsiders: judíos, extranjeros, 'perdedores'; hombres y mujeres movidos por razones incomprensibles, excepto la simple necesidad de dinero. Estas personas -de quienes los Rosenberg constituyen el ejemplo más claro- recibían un severo castigo: en el ambiente paranoico de la década de 1950, se les ejecutaba. No creo que de ningún espía británico se pensara así, y mucho menos que se le tratara tan duramente. En todo caso, sus actividades adquirieron un halo romántico en el imaginario popular; pero, sobre todo, estaban protegidos por tener sus orígenes en la clase dirigente del país." (71)

"No se necesita ir más al este: incluso Francia ofrecía el sangriento anzuelo de Vichy, en el que cayó toda una generación de intelectuales franceses. En este sentido, incluso en Inglaterra se podía participar en juegos que todavía no eran arriesgados, como la promesa del fascismo en la década de 1930. Pero no eran más que juegos. El fascismo no estaba ni remotamente en situación de llegar al poder en Gran Bretaña. Y así, igual que en la izquierda había quien jugaba al comprensivo compromiso con la España republicana, en la extrema derecha encontramos a una serie de poetas y periodistas ingleses que flirteaban con amistades políticas de las que más tarde podrían disociarse sin sufrir un rechazo o exclusión social muy prolongados. El nazismo era algo diferente quizá, aunque no fueron pocos los aristócratas y articulistas ingleses que todavía en 1938 seguían defendiendo a Hitler como el baluarte contra el comunismo o el desorden. Pero aunque a pocos les preocupaba el destino de los judíos alemanes, alinearse con una dictadura alemana requería no poco esfuerzo para un ingles, cuando todavía no habían transcurrido veinte años de la batalla del Somme, Italia era otro asunto, sin embargo, y apoyar a Mussoni -a pesar de, y quizá en cierta medida debido a, su grotesco comportamiento- resultaba claramente más elevado.
Si algo tenían en común las simpatías fascistas en Inglaterra durante la última década anterior a la Segunda Guerra Mundial, ello se debía, creo yo, a la imagen modernista que el fascismo presentaba para los observadores extranjeros. Sobre todo en Italia, el fascismo no era tanto una doctrina como un estilo político característico. Era juvenil, ambiciosos, enérgico, partidario del cambio, la acción y la innovación. Para un sorprendente número de sus admiradores, el fascismo representaba en resumen todo lo que habían perdido en el cansado, nostálgico y anodino mundo de la Pequeña Inglaterra.
(...) Cuando Oswald Mosley desertó del gobierno laboralista de 1929-1931, acusando con razón a sus colegas de la culpable incapacidad para actuar frente a una crisis económica sin precedentes, constituyó un 'Nuevo Partido' que llegado el momento se transformaría en la Unión Británica de Fascistas. Pero, atención: en la política inglesa, expresar una simpatía generalizada por el 'estilo' fascista no suponía estigma o riesgo alguno. Sin embargo, una vez que los fascistas de Mosley, en 1936 comenzaron a provocar una violencia civil y a desafiar a las autoridades públicas, dichas simpatía se esfumaron." (73)

"Hay una generación política y un perfil de partidos políticos bien definidos. Pensemos en la aparición de la Federación Socialdemócrata de Henry Hyndman en Londres, el ascenso de los socialdemócratas en Alemania con wilhelm Liebknecht y August Bebel y Karl Kautsky y Eduardo Bernstein, y en la supremacía de Jean Jaurès en el partido france´s, por no hablar de los italianos, los belgas, los polacos y por supuesto los rusos.
¡De dónde venían? Esta fue la primera generación verdaderamente postreligiosa. Si retrocedemos una generación nos encontramos en medio de los debates sobre Darwin, los debates cristiano-socialistas o la reactivación de los debates religiosos de los últimos años de la época romántica. Algunas de estas personas hablan de su nacimiento como seres políticos o pensasntes como alumbrados por la clara luminiscencia de lo que Nietzche habría denominado la muerte de Dios. No es solo que no creyeran; la cuestión de la fe ya no es lo más importante para ellos. Ya sean judíos postliberados o anticlericales católicos franceses o protestantes socialdemócratas no practicantes del norte de Europa, se han despegado de los términos más antiguos, puramente morales, en los que se había criticado la injusticia social Me da la impresión de que el obsesivo materialismo de Guerorgui Plejánov y los rusos o de Jaurès y la izquierda francesa no pueden explicarse si no les vemos como una generación que quiso, con gran energía, pensar en la sociedad como un conjunto de problemas seculares.
Si había una consideración trascendental en política, no era el significado de la sociedad, sino más bien sus propósitos. Esto constituyó un giro sutil pero crucial. Podemos apreciarlo claramente si nos desviamos hacia el liberalismo inglés. La ruptura liberal respecto a la fe comenzó obviamente en la Ilustración, donde la fe como parte integrante del marco para pensar en los propósitos humanos sencillamente desaparece. Pero hay una segunda etapa, que revista gran importancia en Francia e Inglaterra: el colapso de la creencia religiosa como tal que se produce en el tercer cuarto del siglo XIX. Los nuevos liberales, nacidos en este ambiente, reconocían que el suyo era un mundo sin fe, un mundo carente de base. Y por eso intentaron fundamentarlo en nuevas formas de pensamiento filosófico. Nietzche se refiere a ello cuando escribe que los hombres necesitan unos fudamentos realistas para la acción moral, y sin embargo no pueden tenerlos porque son incapaces de ponerse de acuerdo sobre cuáles serían esos fundamentos. No cuentan con una base para esos cimientos -al haber muerto Dios- y sin ellos no pueden fundamentar ninguna acción.
Así, Keynes, en My Early Beliefs, escribe sobre su entusiasmo por G. E. Moore, el filósofo de Cambridge. Moore, hay que decir, se parece mucho a lo que Nietzche habría sido de haber nacido en Inglaterra. No hay Dios, existe una no-necesidad radical en todo los temas éticos, y, sin embargo, tenemos que proponer unas reglas que obeder, aunque solo sean para la élite. De modo que esta élite se explica a sí misma las reglas de su propia conducta y las razones que puede dar al mundo en general para seguirlas. En Inglaterra esto produjo una adaptación selectiva de la ética utilitaria posterior a John Stuart Mill: nosotros tendremos imperativos éticos kantianos, pero el resto de la humanidad se las arreglará con unas bases utilitarias para seguirlos, porque ese será el regalo que nosotros le haremos al mundo.
Eso es lo que el marxismo de la Segunda Internacional parece. Se trata de un conjunto de normas y reglas neokantianas autoimpuestas sobre lo que está mal y loque debería ser, pero dentro de una penumbra científica a efectos de la explicación -para ellos y para los demás- de cómo llegar de aquí a llí con la confianza de que la historia está de tu lado. Estrictamente hablando, de la versión del capitalismo que da Marx no puede extraerse una razón de por qué el socialismo debería (en un sentido moral) existir. Lenin entendió esto, reconociendo que la 'etica' socialista era una secuela de la autoridad religiosa y un sustituto de ella. Hoy en día, por supuesto, esta ética es la mayor parte de lo que queda de la socialdemocracia, pero en la época de la Segunda Internaciona representaba una amenaza para el duro realismo histórico del socialismo.
El marxismo ejerció una atracción especial, no solo para esa primera generación de críticos intelectuales y cultos, sino hasta la década de 1960. Tendemos a olvidar que el marxismo ofrece una explicación extraordinariamente atractiva de cómo y por qué funciona la historia. La promesa de que la historia está de nuestro lado, de que nos dirigimos hacia el progreso, resulta reconfortante para cualquiera. Esta afirmación distinguió al marxismo, en todas sus formas, de otros radicalismo de esa época. Los anarquismos no tenían ninguna teoría real de cómo funcionaba el sistema; los reformistas no tenían nada que contar sobre transformaciones radicales; los liberales no contaban con una explicación para la ira que uno debía sentir frente al estado actual de las cosas.
Creo que tienes razón en lo de la religión, y me pregunto si estás de acuerdo en que esto se traduce de dos maneras distintas y enfrentadas.

Una es la ética secular: el renacimiento kantiano de finales del siglo XIX en los países de habla alemana como sutituto de la religión, expresado perfectamente en la Segunda Internacional por los marxistas austríacos en Viena en las décadas de 1890 y 1900, que el marxista italiano Antonio Gramsci fue lo bastante inteligente para ver que necesitaba estar institucionalmente organizado. De aquí la idea de hegemonía de Gramsci: en efecto, los intelectuales del partido tienen que reproducir de forma consciente la jerarquía de la Iglesia, institucionalizando por medio de ella la reproducción social de la ética.
Pero luego está también la escatología: la idea de la salvación final, la vuelta del hombre a su propia naturaleza, todas estas ideas increíblemente motivadoras por las que uno puede hacer sacrificioes en el mundo secular -la prioridad del sacrificio es idea de Lenin, esencialmente-. Y a mí me parece que cada uno de estos conceptos son sutitutos satisfactores para la relibión, pero puede llevarte a lugares muy distintos.

Así es. Y surgen con diferente fuerza en diferentes sitios. Por eso la línea escatológica de razonamiento es muy poco atractiva para los protestantes escandinavos, por ejemplo. No basta con decir que no había razón para que el comunismo prosperara en Escandinavia porque la democracia social había araigado bien entre el electorado mayoritariamente compuesto de campesinos y trabajadores en países como Suecia. Eso es cierto, pero no constituye explicación suficiente. En Escandinavia nunca iba a haber -salvo durante un breve lapso en Noruega entre un grupo olvidado de pescadores- un electorado partidario de una política del todo o nada, de echarlo todo por la borda y de una vez por todas.
Ni tampoco iba a haber un impulso subliminal hacia una organización neorreligiosa. La forma organizacional -el concepto gramsciano de hegemonía, la idea de que el partido debe sustituir a la religión organizada, dotado de una jerarquía, una élite, una liturgia y un catecismo- puede explicar en parte por qué el comunismo organizado del modelo leninista funciona mucho mejor en los países católicos y ortodoxos que en los protestantes. Al comunismo siempre le iría mejor en Italia y en Francia (y durante un breve período en España) que a la socialdemocracia.
El argumento más habitual sobre los países católicos es que no había una mano de obra capaz de hacer que los sindicatos evolucionaran en una forma de organización dentro de la cual pudiera tomar forma un partido de masas de izquierda. Pero esto no es cierto del todo. En Francia había un gran número de trabajadores manuales que estaban bastante bien organizados en varios puntos. Pero no estaban organizados políticamente. La organización política de la clase trabajadora en el 'cinturón rojo' de París, por ejemplo, fue incuestionablemente un logro de los comunistas; hasta entonces, los syndicats tenían muy poca influencia, en gran medida debido a la ausencia de un vínculo orgánico con algún partido político. Recelaban bastante del socialismo precisamente por sus ambiciones organizacionales.
La evidencia a contrario sensu la encontramos en el caso inglés. Aquí, en 1870, ya existía un movimiento de mano de obra cualificada muy avanzado: a partir de la década de 1880, esto es, sobre la misma época que la socialdemocracia empezaba a tomar forma, en las grandes ciudades empezó a surgir otro tipo de mano de obra, cada vez más significativa. Una mano de obra turbulenta, desfavorecida y fácil de movilizar. El resultado fue un movimiento sindical en rápida expansión, que fue más o menos legal desde principios de la década de 1880, y cuyas actividades políticas se canalizaron en un Comité de Representación Laboral creado en 1900 que seis años después se convertiría en un Partido Laborista a gran escala, dominado y financiado por sus jefes sindicales durante el resto del siglo. Pero pese, o quizá debido, a los orígenes desproporcionadamente metodistas y disidentes de los líderes laboristas de aquelllos años, tanto la escatología religiosa como la organización eclesiástica que caracterizaba el radicalismo continental estuvieron completamente ausentes." (87-91)

"Me viene a la memoria la escena que Jorge Semprún describe en sus memorias, Quel beau dimanche. Después de que su familia fuera expulsada de España, él, con veinte años, se vio arrastrado a entrar en la Resistencia francesa y fue posteriormente detenido por comunista. Tras ser enviado a Buchenwald, se cobijó bajo la protección de un viejo comunista alemán, lo que sin duda explica su supervivencia. En un momento determinado, Semprún le pide a este hombre mayor que le explique que es la 'dialéctica'. Y la respuesta que recibe es: 'C'est l'art et la manière de toujours retomber sur ses pattes, mon vieux', el arte y la técnica de caer siempre de pie. Y lo mismo puede decirse de la retórica rabínica. Es el arte y la técnica -pero sobre todo el arte- de caer siempre de pie en una posición firme de autoridad y convicción. Ser un marxista revolucionario era convertir en virtud tu desarraigo, por ejemplo la ausencia de unas raíces religiosas, agarrándose -aunque sea de un modo no del todo consciente- a un estilo de razonamiento que hubiera resultado muy familiar para cualquier estudiante de una escuela hebrea.

La gente se olvida de que los socialistas judíos se organizaron antes y mejor que otros en el Imperio ruso. El Bund es en realidad anterior y durante algún tiempo eclipsó los intentos por crear un partido ruso. De hecho, para definir su posición, Lenin tuvo que separar a sus seguidores del Bund, una escisión más importante que la más conocida entre los bolcheviques y los mencheviques.

¿Qué opinas de la actuación de Lenin sobre esta generación, en este ambiente, durante la Segunda Internacional?

Los rusos constituían una presencia incómoda en la Segunda Internacional, que era una colección de partidos marxistas en general mejor integrados en los sistemas políticos nacionales de lo que los radicales rusos podían estarlo dentro de la autocracia zarista. Las cuestiones sobre la participación en los gobiernos burgueses, que fue el tema dominante de aquella Internacional celebrada en vísperas de la Primera Guerra Mundial, no revestían ningún interés para los súbditos de un imperio autócrata.
Los marxistas rusos estaban profundamente divididos entre la mayoría socialdemócrata al estilo alemán de corte materialista -ejemplificada por el veterano Plejánov- y una minoría activista radical liderada por el joven Lenin. Si uno se para a pensarlo, es como las divisiones convencionales y familiares que enfrentan a los adversarios de todas las sociedades autoritarias: entre los que están dispuestos a creer en la buena fe de las reformas marginales del gobernante y los que piensan que esas pequeñas reformas constituyen el mayor peligro de todos porque debilitan y dividen las fuerzas que quieren un cambio más radical.
Partiendo del marxismo, Lenin reinterpretó, revisó y resucitó la tradición autóctona rusa de la revolución. En la generación anterior, los eslavófilos revolucionarios habían incurrido en el complaciente pensamiento de que existía una historia y una trayectoria característicamente rusas para acometer cualquier acción radical en ese país. Algunos de ellos abogaban por el terrorismo como forma de preservar las virtudes propias y diferenciadas de la sociedad rusa a la vez que socavaba la autocracia. Aunque Lenin se mostraba impaciente con la inveterada tendencia rusa hacia el activismo, la revolución mediante la acción, el nihilismo, el asesinato, etcétera, insistía en preservar al mismo tiempo la guía de una acción voluntarista. Sin embargo, su voluntarismo iba acompañado de una visión marxista de las revoluciones venideras.
Pero Lenin no se mostraba menos desdeñoso con los socialdemócratas rusos que compartían su desagrado por la violencia sin ton ni son. En la tradición rusa, los oponentes de los eslavófilos eran los occidentalizantes, que esencialmente creían que el problema de Rusia era su atraso. Rusia no poseía unas virtudes distintivas; el objetivo de los rusos debía ser el de hacer avanzar el país por el sendero del desarrollo que ya estaban siguiendo otros países europeos más occidentales. Los occidentalizantes también adoptaron el marxismo, infiriendo de Marx y los evolucionistas políticos que lo que quiera que hubiera ocurrido u ocurriera en Occidente había sido antes y de una forma másnítida. El capitalismo, el movimiento laboral y la revolución socialista serían experimentados por los países avanzados en primer lugar; el turno de rusia llegaría más despacio y más tarde, pero merecía la pena esperar a que llegara, una opinión que provocaba en Lenin paroxismos retóricos de desprecio. De este modo, el líder bolchevique se las arregló para combinar un análisis occidental con el tradicional radicalismo ruso.
Esto se ha venido considerando como una evidencia de extramada brillantes teorética, pero yo no estoy tan seguro de ello. Lenin era un gran táctico, y no mucho más, pero en la Segunda Internacional no se podía destacar a menos que uno tuviera una visión teórica, de modo que Lenin se presentó a sí mismo y fue promocionado por sus admiradores como un dialéctico marxista de mucho talento." (94-96)

"La historia de la Unión Soviética, para los que tuvieron fe en ella, ya fuera como comunistas o como compañeros de viaje progresistas, no estaba en realidad ligada a lo que veían. Preguntarse por qué la gente que fue allí no vio la verdad no tiene sentido. La mayoría de las personas que entendieron lo que estaba ocurriendo en la Unión Soviética no necesitaron ir allí para verlo. En tanto que los que iban a la Unión Soviética como verdaderos creyentes solían seguir siéndolo a su vuelta (André Gide fue una célebre excepción).
En todo caso, el tipo de verdad que buscaba el creyente no era cuestionable en función de pruebas contemporáneas sino solo de resultados futuros. Siempre fue una cuestión de creer en un edificio futuro que justificaría el infinito número de ladrillos rotos del presente. Si uno dejaba de creer, no es que estuviera simplemente dejando de lado unos datos sociales que aparentemente había malinterpretado hasta la fecha; estaba dejando de lado una historia que por sí sola podía justificar cualquier dato que uno deseara en tanto en cuanto la recompensa futura estaba garantizada.
El comunismo también ofreció un sentimiento intenso de comunidad con sus correligionarios. En el primer volumen de sus memorias, el poeta francés Claude Roy recuerda su fascismo juvenil. El libro se titula Moi (Yo). Pero el segundo volumen, que trata de sus años comunistas, se titula, elocuentemente, Nous (Nosotros). Esto resulta sintomático. Los pensadores comunistas se sentían parte de una comunidad de intelectuales afines, lo que les hacía creer no solo que estaban haciendo lo correcto, sino que avanzaban en la dirección de la historia. Somos 'nosotros' los que lo estamos haciendo, no solo 'yo'. Esto superaba la idea de la multitud solitaria y situaba al individuo comunista en el centro, no solo de un proyecto histórico, sino de un proceso colectivo.
Y es interesante lo a menudo que los recuerdos de los desilusionados se traducen en términos de pérdida de comunidad, así como de pérdida de fe. Lo duro no era abrir los ojos a lo que Stalin estaba haciendo, sino romper con toda esa otra gente que había creído contigo. Así pues, es esta combinación de fe y los muy considerables atractivos de la lealtad compartida lo que otorga al comunismo algo de lo que ningún otro movimiento político podía alardear." (102, 103)

"En la primavera de 1967, justo antes de la guerra de los Seis Días, yo desempeñé un papel activo en organizar el apoyo para Israel durante el preludio al conflicto. Las organizaciones sionistas, el 'kibutzismo' y las fábricas de Israel habían emitido un llamamiento público pidiendo voluntarios para ir y trabajar allí, en sustitución de los reservistas que habían sido llamados a filas en previsión del combate. Desde Cambridge, yo contribuí a formar una organización nacional para localizar y enviar voluntariios. Más tarde yo mismo fui a Israel, acompañado de Jacquie y de otgro amigo, Morris Cohen, embarcando en el último avión que salió para Israel antes de que el aeropuerto de Lod se cerrara a la llegada de vuelos. De nuevo tuve que pedir permiso para que el King's College me permitiera dejar mis estudios antes de tiempo (aunque en este caso solo por unas semanas, ya que acababa de terminar los exámenes de primer curso) y, una vez más, me fue generosamente concedido.
Cuando llegamos, había un autobús esperando para llevar a aquella peculiar remesa de voluntarios llegados en avión a Machanayim. Pero yo no tenía intención de volver allí, e informé al conductor de que a tres de nosotros había que dejarnos en Kakuk. Fingí que ese era el asentamiento que nos habían asignado. Israel estaba en ese momento bajo un apagón total, en previsión de la guerra, y yo tuve que ir dirigiendo al conductor para que nos llevara en medio de aquella oscuridad. Cuando llegamos, por suerte Maya Dubinsky estaba en el comedor: aquello fue casual, dado que no nos esperaban y habíamos aparecido sin avisar.
Maya, a quien llevaba dos años sin ver, no estaba tal vez en el mejor momento para recibirnos. Ella estaba viviendo una aventura -desde luego no la primera para ella- y el kibutz, lejos de estar preparándose para la lucha, se encontraba dividido entre los amigos de Maya y los partidarios de la esposa a la que el amante de Maya había dejado plantada. Yo, en mi búsqueda romántica de recuerdos y experiencias, me encontraba de repente inmerso en lo que no era más que un escándalo sexual pueblerino.
Pero allí estábamos. Durante el transcurso de la guerra y el período posterior inmediato, trabajé de nuevo en una plantación de plátanos junto al mar de Galilea. Pero pocas semanas después, el victorioso ejército israelí emitió un llamamiento para reclutar voluntarios dispuestos a trabajar para el ejército como auxiliares y ayudar en las tareas de postguerra. Yo tenía diecinueve años, y aquello resultaba irresistible. De modo que me apunté voluntario con un amigo, Lee Isaacs: juntos fuimos hasta los Altos de Golán y allí se nos asignó a una unidad.
Se suponía que íbamos a conducir camiones capturados al ejército sirio para llevarlos de vuelta a Israel, pero muy pronto, y para mi decepción, me asignaron un trabajo de traducción. Para entonces yo tenía un nivel de hebreo razonable y hablaba francés con fluidez. El lugar estaba inundado de voluntarios de habla inglesa y francesa que habían llegado a Israel desde diversos puntos del mundo pero cuyos conocimientos del idioma nativo eran escasos o nulos. Así que durante un breve espacio de tiempo me convertí en intérprete trilingüe entre los jóvenes oficiales israelíes y los auxiliares de habla francesa e inglesa destinados a sus unidades.
A consecuencia de ello, tuve más contacto con el ejército israelí del que habría tenido si me hubiera limitado a conducir camiones hasta el valle, lo que me resultó bastante revelador. Por primera vez llegé a darme cuenta de que Israel no era un paraíso socialdemócrata de judíos pacíficos que habitaban en granjas, que habían jnacido israelíes pero que en todo lo demás eran iguales a mí. Esta era una cultura y una gente muy diferente a la que yo había conocido hasta entonces o me había empeñado en imaginar. Los oficiales de rangos inferiores que conocí procedían de ciudades y pueblos y no del 'kibutzismo', y gracias a ellos pude darme cuenta de algo que debería haberme resultado evidente desde mucho antes: que el sueño del socialismo rural era solo eso, un sueño. El centro de gravedad del Estado judío estaba y debía estar en sus ciudades. En resumen, me di cuenta de que no vivía y nunca había vivido en el Israel real.
En lugar de ello me habían adoctrinado en un anacronismo, había vivido en un anacronismo y ahora era consciente del alcance de mi engaño. Por primera vez me encontré con israelíes que eran chovinistas en toda la amplitud de la palabra: antiárabes hasta un punto que rozaba el racismo, a quienes no les incomodaba nada la perspectiva de matar árabes siempre que fuera posible, que lamentaban que no les hubieran permitido abrirse camino luchando hasta Damasco y vencer a los árabes de una vez por todas, que se burlaban de lo que ellos llamaban los 'herederos del Holocausto', los judíos que vivían fuera de Israel y no entendían ni apreciaban a los nuevos judíos, los nativos de Israel.
Aquel no era el mundo fantástico del Israel socialista que a tantos europeos les encantaba (y encanta) imaginar, una proyección iilusoria de todas las cualidades positivas de la Centroeuropa judía libre de cualquier defecto. Aquel era un país de Oriente Próximo que despreciaba a sus vecinos y estaba a punto de abrir con ellos una brecha catastrófica, de una generación, confiscándoles y ocupando sus tierras. Al final de aquel verano dejé Israel deprimido y con sensación de claustrofobia. No volvería hasta dos años más tarde, en 1969. Pero cuando lo hice, me di cuenta de que me desagradaba profundamente todo lo que veía. Ahora era considerado por mis excolegas y amigos del kibutz como un outsider y un paria." (119-121)


"Pasaba tardes enteras en bibliotecas de la localidad, los archivos municipales, los archivos provinciales de la localidad cercada de Draguignan y los archivos urbanos de la ciudad costera de Toulon. Desde entonces he investigado otros libros, pero nunca con la misma escala de intensidad ni la misma familiaridad local. La experiencia me confirmó en la opinión de que ningún historiador debería abordar un trabajo de investigación basado en fuentes primarias a menos que se le permita un acceso directo y continuado a los materiales de archivo. La investigación a distancia, basada en unas cuantas visitas relámpago, es como mínimo frustrante y por general insuficiente para su propósito." (152)

"Así que permíteme que empiece por preguntarte por el tema sobre el que elegiste no escribir en tu tesis. ¿Por qué dejamos tan rápidamente de lado a los intelectuales fascistas de las décadas de 1920 y 1930?

Cuando hablamos de los marxistas podríamos comenzar por conceptos. Los fascistas en realidad no tienen conceptos. Tienen actitudes. Tienen distintas respuestas a la guerra, la depresión y el atraso. Pero no empiezan por un conjunto de ideas que luego apliquen al mundo." (159)

"De dónde venían los intelectuales fascistas? ¿Podemos hablar de una genealogía de los fascistas estrictamente intelectual?

La historia genética dominante es que el fascismo nació de las incertidumbres de la generación de preguerra de la Primera Guerra Mundial cuando se vio enfrentada a la guerra y al período inmediatamente posterior. Es entonces cuando surge un alambicado y característico nuevo tipo de nacionalismo transformado, por la energía y la violencia de la Primera Guerra Mundial, en un movimiento político nuevo, un movimiento de masas, potencialmente de derechas, (...)
(...) si pudiéramos detener el reloj en 1913, el año anterior al estallido de la Primera Guerra Mundial, e investigar cuáles eran entonces las posturas y probables futuras afiliaciones políticas de la generación más joven, veríamos que la división entre la izquierda y la derecha no era en sí la cuestión. La mayoría de los movimientos se definían deliberadamente como ni de izquierdas ni de derechas. Rechazaban definirse dentro del léxico revolucionario francés que durante tanto tiempo había marcado los parámetros de la geografía política moderna.
Más bien, consideraban los debates que tenían lugar dentro de la sociedad liberal como el problema y no como el medio para encontrar la solución. Pensemos en los futuristas italianos, sus manifiestos y sus empeños artísticos de la década anterior a la Primera Guerra Mundial." (160, 161)

"La Revolución bolchevique tuvo lugar a finales de 1917, es decir, antes del final de la guerra. Esto significa que incluso antes de que empezara el período de la pstguerra ya existía la amenaza en ciernes de una segunda sacudida: una revolución europea facilitada y justificada por el trastorno de la guerra y la injusticia (real o subjetiva) de los acuerdos de paz. Si se analiza país por país, empezando por Italia, se puede ver que sin la amenaza de una revolución comunista habría todavía menos espacio para que los fascistas se postularan a sí mismos como garantía del orden tradicional. De hecho, al menos en Italia, no estaba claro si el fascismo era radical o conservador. En gran parte acabó cayendo en la derecha debido al éxito de su facción derechista a la hora de presentar el fascismo como la respuesta adecuada a la amenaza del comunismo. De no haber existido la amenaza de una revolución de izquierdas, los fascistas de izquierdas podrían también haberse impuesto. En cambio, Mussolini tuvo que purgarles, al igual que haría Hitler diez años más tarde.
A la inversa, la relativa debilidad de la izquierda revolucionaria en la Gran Bretaña, Francia o Bélgica de la postguerra redujo la credibilidad de los esfuerzos por parte de la derecha de explotar al ogro comunista durante la década siguiente. En Gran Bretaña, incluso winston Churchill era ridiculizado por su obsesión con la Amenaza Roja y los bolcheviques." (162, 163)

"(En el período entreguerras) Estamos exactamente en el punto en que las sociedades europeas empiezan a entrar en la era de las masas. La gente puede leer periódicos. Trabaja en grandes aglomeraciones y está expuesta a experiencias compartidas -en la escuela, en el ejército, al viajar en tren-. Así que tenemos grandes comunidades conscientes de sí mismas, pero que en su mayoría no se parecen en nada a las sociedades genuinamente democráticas. Por tanto, países como Italia o Rumania fueron especialmente vulnerables a movimientos y organizaciones que combinaban la forma no democrática con el afán de contentar al pueblo." (164)

"Quizá los fascistas fueron los últimos en creer que el poder era hermoso.

Ese poder era hermoso, sí. Los comunistas por supuesto creyeron hasta el final que el poder es bueno: las invocaciones de poder, convenientemente arropadas con el envoltorio doctrinal adecuado, todavía podían presentarse sin arrepentimiento. Pero ¿la presentación sin arrepentimiento del poder como algo bello? Sí, ese es un rasgo exclusivamente fascista. No obstante, me pregunto si tienes razón respecto al mundo no europeo." (165, 166)


"En general reafirman su vinculación con el fascismo italiano. El fascismo en Italia, que no reviste connotaciones abiertamente racistas y -para la mayor parte de países europeos- no conlleva asociaciones particularmente amenazantes, se convierte en el tipo de encarnación internacional respetable de las políticas que a ellos les gustaría que se aplicaran en sus países. Así ocurrió en Inglaterra, donde Oswald Mosley admiraba profundamente a Mussolini. Muchos integrantes de la derecha francesa viajaban a Italia, leían el italiano y estaban de algún modo familiarizados con la vida italiana. Italia incluso desempeñó un cierto papel para proteger a Austria de la Alemania nazi entre 1933 y 1936.
Pero en aquellos años todavía era perfectamente posible expresar admiración por Hitler, y mucha gente lo hacía. La mujer y la cuñada de Mosley fueron ambas a Alemania, conocieron a Hitler y en numerosas ocasiones expresaron su admiración por su fuerza, su determinación, su originalidad. También hubo algunas visitas francesas a Alemania aunque menos; los fascistas franceses en su mayoría se había formado originalmente en el molde nacionalista, y el nacionalismo de aquellos días en Francia era por definición antialemán, además de antibritánico.
Los rumanos mostraban muy poco interés por Alemania, al menos hasta la guerra. Se consideraban como una extensión de la cultura latina, y estaban muy centrados en la Guerra Civil española, a la que veían como la gran opción cultural de la década de 1930. En términos generales, la mayoría de los fascistas rumanos eran algo reacios a asociarse con Hitler: no tanto porque Hitler representara una política que les desagradara de modo especial, sino principalmente porque era alemán. Muchos de ellos se habían formado en una actitud antialemana derivada de la Primera Guerra Mundial, durante la cual los alemanes habían infligido una derrota decisiva a los rumanos (aunque, al final de la guerra, Rumania, como aliado de la Entente, fue considerable vencedora). Rumania ganó una enorme cantidad de territorio al final de la guerra, especialmente a costa de Hungría, pero aquello fue gracias a su alianza con Francia y Gran Bretaña. Dado que Hitler iba a destruir el orden de la postguerra creado por aquellos acuerdos de paz, los rumanos tenían razones para ser comedidos. Una vez que Hitler demostró que podía imponer fronteras en europa, a partir de 1938, los rumanos no tuvieron más remedio que tratar con él. De hecho, una vez que Hitler dispuso que parte del territorio rumano le fuera devuelto a Hungría, no tuvieron elección.
En ocasiones, aunque era algo excepcional, el carácter del nacional-socialismo alemán constituía un atractivo. Pensemos en el caso de León Degrelle, el líder fascista en Bélgica. Degrelle, pese a ser francófono, representaba una especie de revisionismo belga, más extendido en las áreas flamencas. Los revisionistas estaban en lo correcto al simpatizar más con Alemania que sus vecinos franceses, holandeses o ingleses, comprometidos con el statu quou. Ellos estaban especialmente preocupados por pequeñas revisiones territoriales y los derechos del idioma flamenco, todo lo cual Alemania astutamente les concedió en 1940, una vez ocupó Bélgica. Pero el caso más llamativo de fascismo proalemán fue el que protagonizó Noruega con el partido de Quisling. Estos noruegos se veían a sí mismos como una extensión del Deutschtum, como parte del gran espacio nórdico en el que ellos podían aspirar a desempeñar un papel dentro de las ambiciones nazis. Pero hasta la guerra tuvieron una relevancia poco significativa.
Sin embargo, el nacionalsocialismo alemán revestía cierto atractivo europeo. Los alemanes ofrecían una historia de la que los italianos carecían: una Europa fuerte, postdemocrática, dominada por Alemania, pero de la que otros países, occidentales, podían también beneficiarse. Muchos intelectuales occidentales se sentían atraídos por esto, y algunos creían profundamente en ello. La idea de Europa, aunque tendamos a olvidarlo, era entonces una idea de derechas. Era contraria al bolchevismo, por supuesto, pero también a la americanización, a la llegada de la América industrial con sus -'valores materialista' y su capitalismo financiero despiadado y ostensiblemente dominado por los judíos. La nueva y económicamente planificada Europa sería fuerte; de hecho, solo podía ser fuerte si trascendía las irrelevantes fronteras nacionales.
Todo ello resultaba muy atractivo a los intelectuales fascistas más jóvenes y más preocupados por la economía, muchos de los cuales acabarían administrando los países ocupados. De modo que a partir de 1940, tras la caída de Polonia y Noruega y especialmente de Francia, el modelo alemán adquirió, por breve tiempo, un cierto brillo.
En este contexto hay que plantear el problema de los judíos. Fue entonces, durante la guerra, cuando el asunto de la raza se hizo inevitable, y muchos intelectuales fascistas, especialmente en Francia e Inglaterra, no pudieron con eso. Una cosa era proclamar continuamente los encantos del antisemitismo cultural, pero otra muy distinta alinearse con el asesino en masa de naciones enteras.

El ascenso de Hitler al poder también trae consigo, con un retraso de uno o dos años, una reorientación completa de la política exterior soviética, expresada en la Internacional Comunista. Los soviéticos enarbolan el estandarte del anifascismo. Los comunistas ya no iga a combatir contra todos los que situaban a su derecha, incluídos, sobre todo, los socialdemócratas. A partir de 1934, formarían alianzas electorales con partidos socialistas y ganarían elecciones en nombre del Frente Popular. De modo que el antifascismo permite al comunismo soviético presentarse como una causa universal atractiva, congregando a todos los enemigos del fascismo. Por este universalismo, dadas las circunstancias de la época, fue en gran medida hecho realidad en Francia. El Partido Comunista Francés adquiere una importancia mucho mayor de lo que debería. El Partido Comunista de Alemania ya no existe...
...y la mayoría de los demás partidos comunistas europeos eran irrelevantes. El único que contaba era el Partido Comunista Francés (PCF). En 1934, Stalin se dioi cuenta de que esta era la única herramienta de alguna utilidad que le quedaba en las democracias occidentales. El PCF pasó de repente de ser un participante pequeño aunque ruidoso en la política de izquierdas francesa a un instrumento importante en asuntos internacionales.
El PCF era un espécimen peculiar. Estaba enraizado en una larga y sólida tradición de ziquierdas nacional que operaba en el único país que contaba a la vez con un sistema político democrático abierto y una izquierda claramente revolucionaria. Ya empezó siendo grande, en 1920. En todas partes de Europoa, la Revolución bolchevique obligó a los socialistas a elegir entre el comunismo y la socialdemocracia, y en la mayoría de lugares a los socialdemócratas les fue mejor. Pero no en Francia. Allí los comunistas siguieron siendo más numerosos hasta mediados de los años veinte.
Luego, poco a poco, debido a las tácticas impuestas por Moscú, las divisiones internas y su incapacidad para presentar una argumentación racional para votarles, fueron perdiendo terreno. Para las elecciones de 1928, el grupo parlamentario del PCF era pequeño, y tras las de 1932, microscópico. El propio Stalin quedó bastante conmocioinado por el colapso del comunismo como fuerza en la vida política francesa. Para entonces, lo único que quedaba de la izquierda era el control comunista de los sindicatos y los municipios del 'cinturón rojo' de París. Pero eso era mucho: en un país donde la capital lo es todo y donde no había televisión pero sí mucha radio y muchos periódicos, la omnipresencia de los comunistas en huelgas, disputas y en las calles de todos los suburbiios radicales de París dotó al partido de una visibilidad mucho mayor de la que cabía explicar por el número de sus militantes.
Afortunadamente para Stalin, el PCF era también sorprendentemente maleable. Maurice Thorez -una marioneta obediente- fue puesto al mando en 1930, y el Partido Comunista pasó de una absoluta marginalidad a la prominencia internacional en solo unos pocos años. Con el giro de Stalin hacia la estrategia del Frente Popular, los comunistas ya no se veían forzados a reivindicar que la verdadera amenaza para los trabajadores de la izquierda era el 'socialfascista' partido socialista.
Por el contrario, ahora era posible formar una alianza con los socialistas de Leon Blum para proteger a la República del fascismo. Puede que esta fuera una estratagema en gran medida retórica para proteger a la Unión Soviética contra el nazismo, pero lo cierto es que era muy cómoda. Las inveteradas preferencias de la izquierda por una alianza contra la derecha encajaban perfectamente con la nueva preferencia de la política exterior comunista de que las repúblicas burguesas se aliaran con la Unión Soviética contra la derecha internacional. Los comunistas, claro está, nunca se incorporaron al gobierno que nació del frente unificado en las elecciones de la primavera de 1936, pero fueron considerados por la derecha, no del todo incorrectamente como el partido más fuerte y peligroso dentro de la coalición del Frente Popular.

La interpretación por parte de Stalin de los intereses del Estado soviético había cambiado de forma que ahora parecía en consonancia con los intereses del Estado francés. Y, de repente, en lugar de que Thorez tuviera que repetir en cada ocasión que estaba realmente deseando ceder Alsacia y Lorena a los alemanes, como dictaba la línea política anterior, Alemania podía convertirse en el gran enemigo, una postura mucho más cómoda de adoptar.

Va más allá de eso. Los países que de alguna forma habían defraudado a Francia al negarse a formar un frente común contra la creciente amenaza de Alemania se convirtieron en países que ahora defraudaban a la Unión Soviética al no garantizar el paso libre del Ejército Rojo en caso de guerra. Polonia había firmado una declaración de no agresión con alemania en enero de 1934, y todo el mundo sabía que Polonia nunca permitiría de buen grado el paso de tropas soviéticas. De modo que los intereses franceses y soviéticos parecían en cierta manera entrelazados, y a un gran número de ciudadanos franceses les convenía creerlo. El Frente Popular actuaba también como un recordatorio de la alianza franco-rusa que se mantuvo desde la década de 1890 hasta la Primera Guerra Mundial, que fue la última vez que Francia tuvo un papel destacado en asuntos internacionales.
Existía también una actitud distintivamente francesa hacia la Unión Soviética, en virtud de la cual pensar en Moscú era en cierto sentido lo mismo que pensar en París. La cuestión del estalinismo era principalmente considerada en Francia como un interrogante histórico: ¿es la revolución rusa legítima heredera de la francesa? En tal caso, ¿no debería defenderse de cualquier amenaza extranjera? La sombra de la Revolución francesa continuaba de esta forma interponiéndose, dificultado ver con claridad lo que estaba ocurriendo en Moscú. Así, los juicios ejemplarizantes, que comenzaron en 1936, fueron vistos por muchos intelectuales franceses, por supuesto no todos ellos comunistas, como un terror robesperriano más que como asesinatos en masa de un régimen totalitario.

El Frente Popular permite una cierta combinación entre comunismo y democracia. Porque Hitler al mismo tiempo se está deshaciendo de los que quedaba de la democracia alemana: prohíbe el Partido Comunista Alemán en la primera mitad de 1933. Un año después, la URSS insta a los comunistas a funcionar dentro de las democracias. Y entonces se produce la feliz coincidencia de que el Partido Comunista Francés continúa funcionando dentro de un sistema que es democrático.

Recuerda que para entonces el Partido Comunista Francés llevaba una docena de años funcionando. De manera que todavía era posible para mucha gente que quería pensar bien de él tratarlo como 'uno de los nuestros' cuando cerró alianzas de izquierdas tradicionales. Y, de hecho, a muchos de los propios comunistas no les desagradó volver de nuevo a la familia.

Y es una reunión familiar bastante sonada y efectista: no solo por la formación del gobierno del Frente Popular en junio de 1936, sino por todos los gestos que habían precedido a aquel momento, con los comunistas empezando a cantar La Marsellesa y los mitines en Paris...

... con socialistas y comunistas reunidos en grandes manifestaciones celebradas simbólicamente en la Place de la Nation, la Bastilla, la Place de la République, etcétera, de una manera que no podía dejar de sorprender a todo aquel que hubiera conocido los diez años anteriores de encuentros a cara de perro en los suburbios de izquierdas. Había un fuerte deseo de recuperar esta unidad perdida de la izquierda, que en aquel momento se combinaba con el creciente temor al nazismo.
En 1936, por primera vez, los tres partidos de izquierdas, con algunas excepciones a nivel local, acordaron no enfrentarse unos a otros en la segunda ronda de elecciones; en otras palabras, asegurarse de que fuera un bloque de izquierdas el que ganara. Y, en la mayoría de los casos, esto supuso que fuera la candidatura socialista, que se situaba a medio camino entre los radicales y los comunistas, la que constituyera el compromiso más aceptable. Y, de este modo, para sorpresa de todos, los socialistas de Blum se erigieron por primera vez como el partído único más importante de Francia, y, al menos numéricamente, el partido dominante dentro de la coalición del Frente Popular. Todo el mundo, incluídos la mayoría de los socialistas, habían creído que serían los radicales lo que dominarían.
Blum sabía perfectamente quiénes eran los comunistas: habían sido su principal objetivo durante muchos años. Pero deseaba profundamente alcanzar la solidaridad de la izquierda, la cooperación mutua y poner fin al desagradable cisma existente dentro de la izquierda. Blum era el hombre perfecto para actuar, no solo de mascarón de proa, sino de portavoz de esta unidad.

¿Qué tenía exactamente Blum que le permitía desempeñar este papel tan bien desde un punto de vista, pero tan denostadamente desde otro?

Blum era un crítico de teatro judío procedente de Alsacia, con un timbre de vos muy agudo. Era más intelectual que la mayoría de los intelectuales y nunca renunció a sus usos, por ejemplo en la indumentaria: sus anteojos, polainas, etcétera. Era enormemente popular entre las masas campesinas del sur, donde representaba al viejo electorado de Jean Jaurès, y también en su tierra, entre los mineros y ferroviarios.
A nivel personal, resulta que Blum era, de una forma poco habitual, carismático. Era tan evidentemente honesto, lo que decía lo creía tan sinceramente, estaba tan claro que no pretendía ser otra cosa que lo que era, que en realidad resultaba bastante atractivo y aceptado como era. Su estilo -que para nosotros podría parecer un tanto romántico y repulido para lo que se estila en política, especialmente en la izquierda- era considerado como la prueba de que la izquierda tenía un líder de clase. Y, por supuesto, profundamente odiado por los comunistas, por un lado, y por la derecha francesa, por el otro.
Blum era también la única persona que entendía que su partido, el Partido Socialista, tenía que continuar siendo una fuerza política en Francia. Si los socialistas abandonaban el marxismo y trataban de convertirse en una especie de partido socialdemócrata al estilo del norte de europa, acabarían sencillamente por fundirse en el ya existente Partido Radical, con cuya base social tenían tanto en común. Por otro lado, los socialistas no podían competir con los comunistas como partido revolucionario y antisistema. De manera que Blum se esforzaba por mantener el equilibrio entre aparentar que lideraba un partido revolucionario comprometido con el derrocamiento del capitalismo y funcionar en la práctica como lo más parecido a un partido socialdemócrata que tenía Francia.
La estrategia comunista se basaba en la asunción de que los radicales ganarían y formarían un benévolo gobierno de centroizquierda que no daría miedo a nadie y sería por tanto un sólido líder de la República, pero al que podrían presionar hacia una política exterior prosoviética. Pero en cambio se encontraron con un gobierno socialista, dirigido por un hombre que estaba al menos retóricamente comprometido con transformar la administración de Francia, su estructura institucional y sus políticas sociales. La jefatura comunista no estaba en absoluto interesada en llevar a cabo un cambio radical en Francia que sirviera a los intereses de la Unión Soviética.
Blum tenía problemas. La fragilidad de su coalición constituía un verdadero obstáculo. Los radicales no estaban prácticamente por ninguna política innovadora y los comunistas solo deseaban cambios en política exterior. No querían crear dificultades domésticas que pudieran debilitar al gobierno. Su misión era mantener en el poder a un gobierno de izquierdas y dirigir su política exterior hacia los intereses soviéticos. Los socialistas estaban por tanto solos en sus demandas e iniciativas parlamentarias en pro de una limitación de la jornada laboral, reformas coloniales, el reconocimiento de los sindicatos en las fábricas, las vacaciones pagadas, etcétera.
Blum no sabía mucho de economía. Carecía en gran medida de información sobre conceptos como la financiación del déficit, la inversión pública, etcétera. Por consiguiente, hacía poco en este sentido, lo que desagradaba a ambas partes. La derecha le veía como excesivamente aventurero; la izquierda se sentía decepcionada por sus respuestas tan poco imaginativas. Él se sentía abrumado.
Al mismo tiempo, Blum también tenía problemas para encontrar aliados en el extranjero. España también tenía un gobierno del Frente Popular, pero estaba bajo la amenaza de un golpe militar. Blum, pese a sus simpatías personales, hizo poco por ayudar. Le preocupaba hasta el extremo de la paranoia perder el apoyo británico, lo que explica su renuencia a prestar ayuda a la República de España." (174-181)

"Y luego estaba la guerra civil europea, que iba tomando forma en los debates parisinos, la doctrina soviética, los discursos de Hitler y Mussolini. Todo esto parecía reflejarse en el cristal de España. En toda Europa interesaba a la izquierda y la derecha por igual afirmar que dentro del conflicto español el comunismo estaba desempeñando una función fundamental, mientras que en realidad la presencia comunista solo empezó a importar una vez que Stalin declaró su apoyo a los republicanos, en octubre de 1936. El resto de la izquierda estaba internamente dividida, e incluso en el favorable relato de Orwell fue políticamente incompetente y militarmente marginal.
De modo que el conflicto español se convirtió en un conflicto intelectual, político y militar europeo, en gran parte debido a la reinterpretación que se hizo de él en el extranjero: el comunismo contra el fascismo, trabajadores contra capitalistas, Cataluña contra Madrid, los jornaleros sin tierras del sur contra los pequeños propietarios de la clase media rural del oeste del país, o las regiones fuertemente católicas contra otras mayoritariamente anticlericales. Los comunistas españoles reivindicaron un papel central, cuando inicialmente fue solo periférico; los socialistas locales y el centro republicano no podían mejorar su puja, sobre todo porque con el paso del tiempo necesitaron desesperadamente contar con toda la ayuda disponible.
El precio que los defensores no comunistas de la República pagaron por la ayuda soviética fue un aumento de la influencia comunista en las áreas que entonces ellos controlaban. Entretanto, dentro de las regiones bajo el control republicano, había distritos que se convirtieron en virtualmente autónomos, dirigidos por comunistas, socialistas o anarquistas. Era como una especie de revolución dentro de la revolución: a veces verdaderamente radical, a veces consistente solo en que los comunistas se hacían con el control local para suprimir la competencia de izquierdas." (183)

"Dejemos por un momento las comodidades de París y el desafío de España. Aquella fue la época de los juicios ejemplarizantes en Moscú, el momento culmen del Terror. Durante el transcurso de la década de 1930, lo que estaba ocurriendo en la Unión Soviética en términos de magnitud y represión era incomparablemente pero que cualquier cosa que se estuviera haciendo en la Alemania nazi. Los soviéticos estaban matando de hambre a millones de personas cuando Hitler llegó al poder; durante el Gran Terror de 1937 y 1938, ejecutaron a otras 700000 personas. Como mucho, al régimen nazi se le puede responsabilizar de unas diez mil muertes antes de la guerra.

Para empezar, la Alemania nazi todavía era en algunos sentidos una especie de Rechtsstaat, por extraño que pueda parecer. Tenía leyes. Puede que no fueran leyes muy atractivas, pero en tanto no fueras judío, comunista, disidente o discapacitado, no tenías por qué entrar en conflicto con ellas. La Unión Soviética también tenía leyes: pero cualquiera podía incurrir en su incumplimiento por el mero hecho de ser catalogado como enemigo. De modo que, desde la perspectiva de la víctima, la URSS producía mucho más temor -en la medida que era menos predecible- que la Alemania nazi.
Después de todo, deberíamos recordar que un número muy considerable de ciudadanos de países democráticos viajaron a la Alemania nazi y no encontraron nada de malo en ella. De hecho, quedaron bastante encantado con sus éxitos. Sin duda, también muchos viajeros occidentales que visitaron la Unión Soviética resultaron engañados. Pero la Alemania nazi no tenía que fingir otra cosa. Era lo que era, y a mucha gente le gustaba.
La Unión Soviética, en cambio, era una gran desconocida y sin lugar a dudas no se correspondía con la descripción que hacía de ella misma. Pero mucha gente necesitaba creer en su autodefinición como patria de la revolución, incluidas unas cuantas de sus víctimas. Actualmente no sabemos cómo catalogar a los muchos observadores occidentales que aceptaban los juicios ejemplarizantes, minimizaban (o negaban) las hambrunas en Ucrania, o creían todo lo que les contaban sobre productividad y democracia, y sobre la grandiiosa y nueva Constitución soviética de 1936.
Pero no olvidemos que la gente que sabía todo lo que había que saber a menudo también creía estas cosas. Tomemos, por ejemplo, las memorias de Eugenia Ginzburg: la llevan al gulag, pasa por todas las peores prisiones de Moscú, la envían en tren a Siberia. Allí no solo se encuentra con otras víctimas como ella, mujeres que se mantienen firmes en su fue y que están convencidas de que debe de haber una lógica y una justicia tras su sufrimiento; sino que ella misma permanece fiel a un cierto ideal comunista. El sistema, insiste, puede haberse descarriado, pero todavía puede arreglarse. Esta capacidad -esta honda necesidad- de pensar bien en el proyecto soviético estaba tan profundamente arraigada en 1936 que incluso sus víctimas no perdieron la fe.
Pero creo que la otra cosa que debemos recordar si queremos encontrarle sentido a los juicios ejemplarizantes, al menos con anterioridad a 1940, es que incluso sus críticos en Occidente carecían de puntos de comparación. Lo que faltaba era un ejemplo histórico a través del cual captar la importancia de los hechos contemporáneos. Paradójicamente, cuanto más liberal era el observador y más democrático su país, más difícil resultaba encontrarle sentido a la conducta de Stalin. Seguramente, un observador occidental podría pensar que la gente no confiesa haber cometido crímenes terribles a menos que haya cierta verdad en la acusación.
Al fin y al cabo, si uno se declara culpable ante un tribunal inglés o estadounidense, ahí acaba la historia. Así que, si los hombres a quienes Stalin estaba acusando se declaraban culpables con tanta rapidez, ¿quiénes somos nosotros, en Inglaterra o en Estados Unidos, para expresar escepticismo? Sería necesario contemplar a priori la hipótesis de que todos habían sido previamente torturados. Pero esto a su vez implicaba que la Unión Soviética debía ser moral y políticamente corrupta, un sistema dedicado no a la revolución social sino a la preservación del poder absoluto. Si no ¿por qué iba a hacer esas cosas? Pero albergar esos pensamientos en 1936 requería un grado de lucidez e independencia que era bastante poco frecuente.
De hecho era muy extraño que un europeo de fuera de la URSS presenciara realmente el peor de los crímenes soviéticos y luego volviera a Europa a contarlo. Me viene a la mente por ejemplo el amigo de Koestler en Járkov, Alexander Weissberg, que, al igual que Koestler, fue testigo de la hambruna en Ucrania y luego se vio arrastrado en una de las redadas anteriores al Terror. Wiessberg sobrevivió por los pelos: fue uno de los prisioneros intercambiados entre soviéticos y alemanes en 1940. Como consecuencia de ello, acabó en Polonia, sobrevivió al Holocausto y escribió sus propias memorias sobre el Terror, un correctivo a la novela de su amigo Koestler.

Bueno, es como el caso de Margarete Buber-Neumann, que publicó su Prisionera de Stalin y Hitler en 1948.

Buber-Neumann y wessberg formaron parte de la misma remesa que fue enviada fuera de la Unión Soviética por el NKVD y entregada directamente a la Gestapo.

No es solo que mucha gente creyera en el sistema incluso después de haber sufrido la represión en la Unión Soviética. Es que, en general, aquellos que fueron castigados estaban bastante seguros de que había habido algún tipo de error. Y si crees eso, solo puede ser porque piensas que el sistema en sí es fundamentalmente sólido. Tú eres víctima de un error judicial mientras que tus compañeros de prisión seguramente sí que han delinquido. Ves tu propio caso como excepcional, y eso parece rescatar a las víctimas del sistema universal.

Cabe señalar lo diferente que es todo esto de la situación de los internos en los campos de concentración nazis: ellos saben perfectamente que no han hecho nada y que han sido encarcelados por un régimen criminal. A buen seguro, esto no mejora sus posibilidades de supervivencia, ni ciertamente alivia en nada el sufrimiento. Pero hace mucho más fácil ver claro y contar la verdad.
Y, a la inversa, la experiencia del comunismo deja a sus supervivientes intelectuales especialmente preocupados por sus propias creencias, más que por los delitos mismos: visto en retrospectiva, es esta lealtad ilusoria la que explica su trauma, más que todo lo que han sufrido a manos de sus carceleros. El título de las memorias de Annie Kriegel -Ce que j'ai cru comprendre ('Lo que yo creí entender')- lo expresa perfectamente. Es esa sensación de continuo autointerrogatorio: ¿lo entendí yo mal?, ¿qué es lo que yo entendía?, ¿qué vi y què dejè de ver? En resumen, ¿por qué no veía con claridad?" (187-189)

"La Segunda Guerra Mundial no puede circunscribirse en realidad a seis años. No tiene ningún sentido establecer el inicio de lo que entendemos por Segunda Guerra Mundial el día que Inglaterra declara la guerra a Alemania, o cuando Alemania invade Polonia, que sigue siendo arbitrario. Para los europeos del Este no tiene sentido fijar el fin de la historia en mayo de 1945. Limitar el relato al período comprendido entre 1939 y 1945 solo es aplicable en países que no se vieron tan afectados por los Frentes Populares, por la ocupación, el exterminio o por la reocupación ideológica o política en años posteriores. Lo que significa que es una historia que solo tiene sentido en el caso de Inglaterra.
La experiencia de Europa del Esta comienza con la ocupación, con los años de exterminio, con el enfrentamiento germano-soviético. La historia francesa no tiene ningún sentido si separamos Vichy de lo que vino después, porque gran parte de lo que vino después fue consecuencia de recordar o recordar mal Vichy. Y Vichy no tiene sentido si no se entiende la guerra civil de facto en la que Francia se encontró inmersa desde el Frente Popular hasta el ataque alemán. Toda la historia está matizada por la Guerra Civil española, que finaliza en abril de 1939, pero en realidad es clave para nuestra comprensión, no solo de los propósitos soviéticos, sino de las respuestas occidentales. Y esa historia tiene que empezar, como la del Frente Popular, con la victoria de la izquierda en las elecciones de 1936." (209)


"Vichy supuso un trauma cataclísmico en un sentido que no creo que yo fuera capaz de calibrar del todo entonces. Nosotros los angloamericanos no podemos, pienso yo, llegar a imaginar lo que debió de suponer para aquella generación de franceses ver, no solo la derrota, sino el final de la República. El país se derrumbó no solo institucional, sino moralmente, en todos los aspectos. Ya no había una República, solo gente que salía corriendo. Había viejos políticos republicanos a quienes la idea, no solo de una victoria alemana, sino del levantamiento comunista que pensaban que resultaría de ello, les producía pavor. Por tanto, corrieron a echarse en brazos de los alemanes, o de Pétain, o de quienquiera que pudiera salvarles de aquello. Había combatientes -Pétain, Weygand y el resto de participantes en la Primera Guerra Mundial que eran íconos en la Francia de entreguerras- que hacía cola para darles a los alemanes todo lo que pidieran. Y todo esto pasó en solo seis semanas.
El final de la guerra no fue mucho mejor. La Segunda Guerra Mundial para Francia representó cuatro años de ocupación seguidos de unos pocos meses de liberación, que básicamente consistieron en bombardeos americanos y lo que parecía una toma del poder en Francia por parte de Estados Unidos. No hubo tiempo para digerir el significado de todo esto. Entre las dos guerras, la nación había adquirido artificialmente un nuevo papel de gran potencia. Estados Unidos se había retirado y aislado; Inglaterra se había semiaislado; España se había derrumbado internamente; Italia estaba bajo Mussolini; Alemania había caído en el nazismo: Francia era la única potencia democrática importante que quedaba en Europa.
A partir de 1945, esa historia se vino abajo. Los franceses necesitaban reconstruir su comunidad, dar sentido a sus divisiones y reafirmar sus valores comunes. De alguna forma, necesitaban encontrar no solo algo de lo que estar orgullosos, sino una historia alrededor de la cual el país pudiera unirse. Pero este sentimiento, estrechamente ligado al espíritu de la Resistencia y la liberación, fue rápidamente desplazado por la sensación de que la recuperación francesa dependía de la restauración de europa, algo que no podía conseguirse sin la protección y la ayuda estadounidense. Pero esta era la perspectiva de una élite administrativa reducida y bien informada.
Los intelectuales seguían siendo decididamente antieuropeos o, en el mejor de los casos, 'aeuropeos'. La mayoría de ellos (Raymond Aron constituye la excepción más conocida) veía los planes para una unificación o integración europea como un complot capitalista. Ya al mismo tiempo se mostraban no menos antiamericanos: la recién descubierta hegemonía de Estados Unidos les parecía poco más que una conquista imperial, o pero, una victoria alemana por otros medios. Para estas personas, Francia había tenido la desdicha añadida de quedar atrapada en el lado equivocado de la Guerra Fría.
Esta es la razón por la que Francia puso tanto énfasis en la neutralidad. Muy pocos creían de verdad que Francia pudiera ser neutral en una guerra entre la Unión Soviética y Estados Unidos, o Inglaterra. Pero existía un sentimiento ampliamente compartido de que Francia debería ser, en la medida de lo posible, neutral en los conflictos entre las grandes potencias, sencillamente porque no tenía ningún interés en ellos. La desconfianza hacia Gran Bretaña estaba bastante generalizada por la destrucción de la flota francesa por parte de los ingleses durante la guerra y los acuerdos secretos entre Londres y Washington posteriores a la guerra -acuerdos que Francia siguió descubriendo a posteriori-. Así que entre la conciencia resentida de que Francia ya no podría 'marchar sola', y la desconfianza frente a los nuevos 'amigos' del país, muchos intelectuales tanto de izquierdas como de derechas inventaron de hecho un mundo de postguerra a su propia imagen: un mundo adaptado a sus ideas e ideales pero que no se correspondía mucho con la realidad internacional." (211, 212)

"Hay tres maneras de continuar siendo un crítico enérgico de todo el proyecto soviético mantenerse en la extrema izquierda. La primera y menos importante era lo que Perry Anderson llamaba el marxismo occidental: los intelectuales oscuros de la izquierda marxista alemana, italiana, francesa o inglesa que habían sido derrotados por el comunismo oficial pero continuaban autoproclamándose portavoces de un cierto tipo de marxismo internamente coherente, radical: Karl Korsch, György Lukács, Lucien Goldmann y, el más importante y ligeramente diferente, Antonio Gramsci. Pero todos ellos eran gente como Rosa Luxemburg, cuya imagen también fue resucitada en aquellos años, y el propio Trotsky: tenían la extraordinaria virtud de ser perdedores. Estar en el lado vencedor de la historia constituyó la baza ganadora de la Unión Soviética desde 1917 a 1956: a partir de entonces, los perdedores empezaron a ser mejor vistos. Al menos tenían las manos limpias. El redescubrimiento de estos disidentes individuales -ya fueran disidentes oficiales o encubiertos, entre los cuales Karl Korsch era el más marginal y Gramsci el más relevante- se convirtió para académicos e intelectuales en una manera de situarse en una línea de disidencia respecto a un marxismo respetable. Pero esta recién descubierta genealogía se produjo al precio de separarse de la verdadera historia del siglo XX.
La segunda y ligeramente más importante manera en la que se hizo posible pensar que uno estaba adelantando al comunismo desde la izquierda era identificarse con el Marx joven. Esto implicaba compartir el renovado aprecio y énfasis por la faceta de Marx el filósofo, Marx el hegeliano, Marx el teórico de la alineación. Los escritos de Marx hasta principios de 1845, principalmente los Manuscritos de economía y filosofía de 1844, pasaron entonces a situarse en el centro del canon.
Ideólogos del partido como Luis Althusser fueron los que empuñaron la garrota en contra de esta postura, insistiendo hasta el absurdo en que había una ruptura epistemológica en el marxismo, en que todo lo que Karl Marx escribió antes de 1845 no era en realidad 'marxista'. Pero la ventaja de redescubrir al joven Marx era que proporcionaba un vocabulario completamente nuevo, lo que llevó a un lenguaje más difuso: accesible a los estudiantes y utilizable para unas categorías revolucionarias nuevas y sustitutorias -las mujeres, los gais, los propios estudiantes, etcétera-. Estas personas ahora podían ser fácilmente insertadas en la narrativa pese a no tener ningún vínculo orgánico con el proletariado obrero.
El tercer, y por supuesto más importante, factor fue la Revolución china y las revoluciones campesinas que estaban en marcha en Centroamérica, Sudamérica, el este y el oeste de África y el sureste de Asia. Parecía que el centro de gravedad de la historia se había desplazado del oeste e incluso de la Unión Soviética a unas sociedades inequívocamente agrícolas. Estas revoluciones coinciden con el florecimietno de estudios agrícolas y sobre la revolución rural en el oeste de Europa y en Estados Unidos. El comunismo campesino de Mao presentaba una virtud distintiva: podía otorgársele el significado que uno prefiriera. Por otra parte, Rusia era europea, mientras que China era 'el Tercer Mundo': una consideración de creciente importancia para una generación más joven, para quienes Europa y Norteamérica era una causa perdida para la izquierda." (217, 218)

"La postura en favor de la privatización, que fue tomando forma en las décadas de 1970 y 1980, y la postura en favor de la economía de efecto cascada en Estados Unidos, adoptaron la retórica de los derechos humanos. El derecho a la libre empresa, se argumentaba, es un derecho más, tan importante y puro como esos otros derechos que a nosotros nos preocupan y que son importantes y puros. Y parece que en este sentido se produjo una especie de mutuo ennoblecimiento, según el cual el mercado se presentaba no solo como un determinado tipo de sistema económico, sino también como ejemplo de un tipo de libertad representada por aquellos pobres disidentes de Rusia y otros países de Europa del Este.

El vínculo es Hayek. Recuerda, el argumento de Hayed en defensa del mercado sin restricciones nunca fue principalmente económico. Fue una cuestión política basada en su experiencia durante el período de entreguerras del autoritarismo austríaco y la imposibilidad de distinguir entre las diversas formas de libertad. Desde una perspectiva hayekiana, no se puede preservar un derecho A sacrificando o poniendo en riesgo un derecho B, por más que a uno le beneficie hacerlo. Antes o después perderá ambos.
Esta visión de las cosas se retroproctó cómodamente en las circustancias de la Europa Central comunista: constituyó un permanente recordatorio de que la pérdida de derechos políticos es consecuencia inmediata de transigir con la libertad económica. Y esto a su vez reforzaba convenientemente la visión Reagan-Thatcher, en el sentido de que el derecho a hacer cualquier cantidad de dinero sin ninguna cortapisa por parte del Estado forma un contínuum indisoluble con el derecho a la libertad de expresión.
Quizá convenga recordar que esto no es lo que pensaba Adam Smith. Y ciertamente no era tampoco la visión de la mayoría de los economistas neoclásicos. Sencillamente, jamás se les habría ocurrido suponer una relación necesaria y permanente entre las formas de vida económica y todos los demás aspectos de la existencia humanda. Ellos consideraban que la economía se beneficiaba de las leyes internas así como de la lógica del interés humano; pero la idea de que la economía puede por sí sola satisfacer todos los propósitos de la existencia humana les hubiera resultado peculiarmente insensata. La defensa durante el siglo XX del libre mercado tuvo unos orígenes centroeuropeos (austríacos) muy concretos, relacionados con la crisis de entreguerras, y con la peculiar interpretación que Hayek hizo de ella. Esta interpretación y sus implicaciones han sido retroproyectadas a Europa Central, en una forma exagerada y destilada, a través de Chicago y Washington. Para esta peculiar trayectoria, por supuesto, los comunistas tienen que asumir una responsabilidad indirecta pero básica." (237, 238)

"Poder invocar a Hitler, Auschwitz o Múnich nos reporta cierta ventaja. Al menos de esta manera, el presente apelaría al pasado en lugar de ignorarlo. En la actualidad hacemos esto de una forma mal planteada y cada vez más constraproducente; pero al menos lo hacemos. No se trata de abandonar estos ejercicios; se trata de hacerlo de una forma más sensibilizada con la historia y mejor informada.

Un problema curiosamente relacionado con ello es la americanización del Holocausto, la creencia de que los estadounidenses fueron a Europa a luchar porque los alemanes estaban matando a los judíos, cuando en realidad no tuvo nada que ver en ello.

Desde luego. Tanto Churchill como Roosevelt tenían buenos motivos para mantener la cuestión de los judíos guardada bajo siete llaves. Dado el antisemitismo de la época en ambos países, cualquier sugerencia de que 'nosotros' estábamos luchando contra los alemanes para salvar a los judíos podría haber resultado contraproducente.

Exacto. La cosa resulta completamente diferente cuando te das cuenta que -no hace tanto- Estados Unidos era un país en el que habría sido difícil movilizar a la gente para luchar contra el Holocausto.

Así es, y esto es algo que a la gente no le gusta pensar de sí misma. Ni Gran Bretaña ni Estados Unidos hicieron mucho por los sentenciados judíos de Europa; Estados Unidos ni siquiera entró en la guerra hasta diciembre de 1941, momento para el cual el proceso de exterminio ya estaba bien avanzado.

Casi un millón de judíos habían muerto ya para cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbor. Cinco millones para cuando se produjo el desembarco de Normandía. Los estadounidenses y los británicos sabían del Holocausto. No solo porque contaban con informes de inteligencia de los polacos desde casi inmediatamente después de que se usaran por primera vez las cámaras de gas. Los británicos tenían transmisiones de radio decodificadas sobre las campañas de fusilamientos en el este y también telegramas decodificados con las cifras de Treblinka.

Tal vez podríamos recordar estas cifras: sería un excelente ejercicio de educación cívica y autoconocimiento nacional. A veces estas cifras revelan una historia que preferimos olvidar.
Hace unos años publiqué una reseña de la obra de Ernest May sobre la historia de la caída de Francia. A lo largo de aquel artículo, enumeraba el alcance de las bajas francesas durante las seis semanas de combate que siguieron a la invasión alemana de mayo de 1940, que fueron de unos 112000 soldados franceses (por no hablar de civiles): una cifra que supera las bajas estadounidenses en Vietnam y Corea juntos, y una tasa de muertes más alta que la que Estados Unidos haya sufrido nunca. " (264, 265)


"Pero, volviendo a la historia y sus propósitos, ¿son la historia y la memoria análogas? ¿Son aliadas? ¿Son enemigas?

Son hermanastras, y por eso se odian mutuamente a la vez que lo mucho que comparten les hace inseparables. Además, están obligadas a pelearse por una herencia que no pueden ni rechazar ni dividir.
La memoria es más joven y más atractiva, mucho más predispuesta a seducir y ser seducida, y por tanto hace muchos más amigos. La historia es la otra hermana: algo adusta, poco atractiva y seria, más dada a retirarse que a participar en la charla ociosa. Y por eso políticamente es ma menos solicitada del baile, el libro que se queda ahí, en la estantería.
Ahora bien, ha habido muchos que -con la mejor de las intenciones- han borrado y confundido a estas hermanas. Estoy pensando, por ejemplo, en esos intelectuales judíos que apelan al inveterado énfasis judío en la memoria: el zakhor. Estos subrayan que el pasado de un pueblo apátrida siempre corre peligro de ser utilizado por otros para sus propios propósitos y que por tanto les corresponde a los judíos recordarlo. Está muy bien y yo simpatizo un tanto con eso.
Pero en este momento el deber de recordar el pasado se confunde con el propio pasado: el pasado judíos se refunde con aquellos fragmentos del mismo que resultan útiles a la memoria colectiva. Y entonces, independientemente del magnífico trabajo de varias generaciones de historiadores judíos, la memoria selctiva del pasado judío (de sufrimiento, exilio, victimización) se mezcla con la narrativa recordada de la comunidad y se convierte en historia en sí misma. Te quedarías sorepndido de cuántos judíos cultos que conzco creen en unos mitos sobre su 'historia nacional' que les resultarían inasumibles si se tratara de mitos comparables sobre Estados Unidos, Inglaterra o Francia.
Estos mitos han adquirido el carácter de datos oficiales para la justificación del abierto apoyo al Estado de Israel. No se trata de un defecto exclusivamente judío: el pequeño país de Armenia, o Estados balcánicos modernos como Grecia, Serbia y Croacia, por nombrar solo tres, han surgido a partir de realtos mitolóticos similares. En este sentido, las sensibilidades afectadas hacen que la tarea de entender correctamente su historia real resulte casi imposible.
Pero yo creo profundamente en la diferencia entre la historia y la memoria; permitir que la memoria sustituya a la historia es pelighroso. Mientras que la historia adopta necesariamente la forma de un registro, continuamente reescrito y reevaluado a la luz de evidencias antiguas y nuevas, la memoria se asocia a unos propósitos públicos, no intelectuales: un parque temático, un memorial, un museo, un edificio, un programa de televisión, un acontecimiento, un día, una bandera. Estas manifestaciones mnemónicas del pasado son inevitablemente parciales, insuficientes, selectivas; los encargados de elaborarlas se ven antes o después obligados a contar verdades a medias o incluso mentiras descaradas, a veces con la mejor de las intenciones, otras veces no. En todo caso, no pueden sustituir a la historia.
Por tanto, la exposición del Museo en memoria del Holocausto de Washington no registra ni responde a la historia. Constituye una memoria elaborada selectivamente al servicio de un fin público loable. Podemos aprobarlo en abstracto, pero no deberíamos engañarnos en cuanto al resultado. Sin la historia, la memoria es susceptible de un mal uso. Pero si se parte de la historia, la memoria cuenta entonces con una plantilla o guía con referencia a la cual puede funcionar y ser evaluada. Las personas que han estudiado historia del siglo XX pueden visitar el Museo del Holocausto; pueden pensar en lo que les están mostrando, evaluarlo dentro de un contexto más amplio y someterlo a un análisis crítoc. En este caso, el Museo sirve a un propóstio útil, al yuxtaponer los recurdos que guarda con el conocimiento de la historia que estas personas tienen. Pero los espectadores que solo saben lo que les están mostrando suelen estar (y la mayoría lo están) en desventaja: dado su desconocimiento del pasad, se les está dando ya digerida una versión que no están en posición de evaluar." (266, 267)



"Mi primera esposa era maestra de primaria. Hace muchas décadas ya, en una ocasión me invitó a enseñar la Revolución francesa a sus alumnos de nueve años. Tras darle algunas vueltas al tema -yo no tenía ninguna experiencia comparable con alumnos de primaria- llevé una pequeña guillotina al aula y comencé la clase cortándole la cabeza a María Antonieta. Después de eso, me di cuenta de que habían asimilado la historia narrativa de la Revolución francesa bastante bien, con la ayuda de unos pocos recursos visuales.
De modo que, de mi experiencia tanto con alumnos de tercero de primaria como con estudiantes universitarios de Berkeley, la Universidad de Nueva York, Oxford y otros lugares, he aprendido una cosa. Es universalmente cierto que la gente joven que todavía no sabe historia prefiere que se la enseñen de la forma más convencional y directa. ¿Cómo si no iban a entenderla? Si empiezas a enseñarla al revés, comenzando por sus significados y rifirrafes interpretativos más profundos, nunca la entenderán. No quiero decir que se deba enseñar de una forma aburrida sino meramente convencional.
Dicho esto, reconozco que aquí interviene otro asunto. Para enseñar historia de una forma convencional, necesitas un conjunto de referencias respecto a las que exista un consenso razonable en cuanto a qué es la historia convencional que vas a enseñar." (269)

"En la batalla de Stalingrado, el Ejército Rojo perdió más soldados de los que Estados Unidos ha perdido -contando soldados y civiles- en todas las guerras norteamericanas del siglo XX." (296)


"A mi me parece que el nacionalismo estadounidense nunca ha desaparecido. Creemos que vivimos en un mundo globalizado, pero eso es porque pensamos económica y no políticamente. De modo que no sabemos muy bien qué hacer con actuaciones que de forma tan evidente no vienen marcadas por la globalización o incluso la economía. Aquí se produce una paradoja interesante. Estados Unidos es el menos globalizado de todos los países desarrollados. Es el que está menos expuesto al iimpacto inmediato de las comunicaciones internacionales, los movimientos internacionales de población, o incluso las consecuencias de los cambios internacionales en cuanto a moneda y comercio. Aunque todo ello afecta enormemente a la economía estadounidense, la mayoría de los estadounidense en realidad no experimentan la vida como algo internacional, ni relacionan sus circunstancias personales o locales con acontecimientos transnacionales.
De modo que los estadounidenses rara vez se topan con una moneda extranjera, ni se consideran afectados por la relación del dólar con otras divisas. Esta perspectiva provinciana tiene una consecuencias políticas inevitables, tanto para sus votantes como para sus representantes." (305)

"El nacionalismo estadounidense está muy estrechamente ligado a la política del miedo: recordemos las Leyes de Extranjería y Sedición de la década de 1970, los Know-Nothings del siglo XIX, el temor a los outsiders que caracterizó los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, el macartismo y, sin ir más lejos, los años Bush-Cheney. Todos ellos constituyen ejemplos de aquellos momentos en los que el debate público estadounidense combina la sensibilidad ultranacionalista ante las influencias y ofensas externas y una voluntad de absoluto desacato a la Constitución, tanto en el espíritu como en la letra." (306)


"Por así decirlo de otra forma: la planificación es una propuesta del siglo XIX, llevada a cabo en su mayor parte en el siglo XX. De modo que gran parte del siglo XX, al fin y al cabo, consiste en llevar a la práctica, en experimentar, las formas de responder a la Revolución Industrial y la crisis de la sociedad de masas planteadas en el siglo XIX. Las ciudades de gran parte del occidente y el norte de Europa habían crecido exponencialmente digamos entre 1830 y 1880. Así, a finales del siglo XIX, había ciudades por toda Europa que habían alcanzado un tamaño que sus hab itantes de cincuenta años no habrían podido ni imaginar en su niñez. El nivel del crecimiento urbano había superado con mucho el nivel de la acción estatal. Y por tanto la idea de que el Estado debía intervenir en la producción y el empleo se desarrolló muy rápidamente en el último tercio del siglo XIX." (217)


"En Inglaterra, el debate se centra en realidad en la política. Aquí, y solo aquí, la amenaza de una clase trabajadora insurrecta prácticamente se murió en la década de 1840. El movimiento cartista de aquella década no es el principio del radicalismo laborista británico; es el fin de la historia. Gracias a él, el Reino Unido podía presumir de un proletariado de masas, pero ya organizado y domeñado a través de los sindicatos y, finalmente, de un partido político de base sindical, el Partido Laborista. La idea de que este gran movimiento sindical podía albergar cualquier tipo de aspiración revolucionaria hacía tiempo que estaba agonizando." (319)


"La mayoría de las justificaciones intelectuales para un Estado del Bienestar un tanto rudimentario estaban ya expuestas antes de la Primera Guerra Mundial. Muchas de las personas que iban a desempeñar un papel clave en su introducción tras la Segunda Guerra Mundial ya eran adultas y trabajaban en esta u otras áreas relacionadas antes de la Primera Guerra Mundial. Esto fue así no solo en Inglaterra sino también en Italia (Luigi Einaudi) y Francia (Raoul Dautry).
También se produjeron algunos logros institucionales significativos antes de la Primera Guerra Mundial en Alemania y en Inglaterra. Los gobiernos de Lloyd George-Asquith de 1908 a 1916 introdujeron toda una serie de reformas, esencialmente en relación con las pensiones y el seguro de desempleo. A las pensiones se las seguía llamando 'Lloyd George' incluso en mi época. Pero estas reformas dependían de los impuestos: ¿cómo si no iban a pagarse estas prestaciones? Por otra parte, en muchos países solo el gasto sin precedentes de la guerra en sí pudo traer consigo el equivalente de un impuesto gradual sobre la renta en todos los Estados europeos más importantes, debido a que el sistema tributario y la inflación de la guerra generaban los recursos que hacían un Estado del bienestar menos caro en relación con el gasto total del gobierno.
La Primera Guerra Mundial aumentó en gran medida el gasto del gobierno, y también el modelo de control gubernamental de la economía, la gestión gubernamental del trabajo, la gestión gubernamental de las materias primas, el control de la salida y entrada de productos, etcétera. Además, los franceses trataron de estabilizar la vertiginosa caída de su moneda y reducir el gasto público; los británicos volvieron al patrón oro a mediados de los años veinte y trataron de deflactar para superar la crisis económica de la postguerra. En los demás lugares, incluso aquellos países que habían avanzado bastante hacia un cierto Estado del bienestar social se vieron constreñidos a mantener beneficios y pagos bajo un estricto control. Los niveles alcanzados poco después del armisticio no serían superados, salvo por unas pocas excepciones a nivel local, durante las dos décadas siguientes.
(...)
Antes de la Primera Guerra Mundial, Keynes era un joven catedrático de Cambridge. Sus relaciones personales a menudo fueron homosexuales, y estaba estrechamente relacionado con el emergente grupo de Bloomsbury de Londres. Las deliberadamente iconoclastas hermanas Stephen -Vanessa Bell y Virginia Woolf- le profesaban una absoluta admiración. Y por supuesto, la mayoría de los varones de Bloomsbury también le querían: no solo era brillante, ingenioso y atractivo, sino que como figura pública su ascenso estaba siendo muy rápido. Durante y después de la Primera Guerra Mundial desempeñó una alta función en el Tesoro-donde se fue haciendo unas opiniones cada vez más críticas sobre las finanzas públicas británicas- y luego fue enviado a Versalles para participar en las negociaciones de los tratados de la postguerra. Al poco tiempo de su regreso escribió su brillante panfleto crítico sobre el tratao y sus probables consecuencias y se convirtió en una figura de renombre internacional. Así, en 1921, con treinta y tantos años y sin haber escrito su innovadora Teoría general todavía, Keynes ya era famoso.
Y sin embargo, al igual que Beveridge, no cabía duda de que Keynes era un hombre formado en el siglo anterior. En primer lugar, y como muchos de los mejores economistas de generaciones anteriores, desde Adam Smith a John Stuart Mill, Keynes era ante todo un filósofo que había acabado tratando con datos económicos. Si las circunstancias hubieran sido distintas, bien podría haber sido un filósofo; de hecho, en sus años de Cambridge escribió algunos textos propiamente filosóficos, si bien con un cierto sesgo matemático.
Como economista, Keynes siempre se consideró a sí mismo seguidor de la tradición decomonónica del razonamiento económico. Alfred Marshall y los economistas que seguían a J. S. Mill habían asumido que la condición por defecto de los mercados, y por ende de la economía capitalista en general, era la estabilidad. De modo que las inestabilidades -ya fuera la depresión económica, o los mercados distorsionados, o la interferencia gubernamental- debían verse como parte del orden natural de la vida económica y política; pero no necesitaban ser teorizadas como parte de la naturaleza necesaria de la actividad económica en sí.
Incluso antes de la Primera Guerra Mundial, Keynes ya estaba empezando a escribir contra ese supuesto; después de la guerra, siguió haciendo más o menos lo mismo. Con el tiempo llegó a la postura de que la condición por defecto de una economía capitalista no podía entenderse sin la inestabilidad y las ineficiencias inevitablemente asociadas a ella. La asunción económica clásica de que el equilibrio y los resultados lógicos eran la norma, y la inestabilidad y la impredicibilidad, la excepción se invirtió.
Es más, según la nueva teoría de Keynes, lo que quiera que causara la inestabilidad no podía abordarse desde una teoría que era incapaz de tener en cuenta dicha inestabilidad. La innovación fundamental aquí es comparable a la paradoja de Gödel: expresado en términos más actuales, no se puede esperar que los sistemas resulevan sus problemas sin intervención. Por tanto, los mercados no solo no se autorregulan de acuerdo con una hipotética mano invisible, sino que en realidad acumulan distorsiones autodestructivas con el tiempo.
El planteamiento de Keynes representa un elegante y simétrico corolario a la afirmación de Smith en La teoría de los sentimiento morales. Smith sostenía que el capitalismo en sí mismo no genera los valores que hacen posible el éxito; los hereda del mundo precapitalista o no capitalista, o bien los toma prestados (por decirlo así) del lenguaje de la religión o la ética. Valores como la confianza, la fe, la creencia en la fiabilidad de los contratos, la asunción de que el futuro mantendrá los compromisos pasados, etcétera, no tienen nada que ver con la lógica de los mercados perse, pero son necesarios para su funcionamiento. A esto Keynes añadió el argumento de que el capitalismo no genera las condiciones sociales necesarias para su propio sustento.
(...)

Detengámonos por un momento en Keynes. La Primera Guerra Mundial y especialmente su experiencia en las negociaciones del tratado de Versalles, amén de su pequeño libro sobre la Paz, le convierten en lo que es. Pero luego está el libro de 1936, la Teoría general, uno de los textos más importantes de economía del siglo XX. ¿Seguirías manteniendo la tesis de que dicho libro representa un desarrollo ulterior de las ideas previas de Keynes o vamos a tener que debatir el crac de 1929 y la Gran Depresión que le siguió?

No infravaloremos el impacto de la década de 1920. Keynes estaba escr5ibiendo bastante prolíficamente por entonces, y algunos de sus escritos que luego serían refundidos en la Teoría general ya había aparecido antes de que empezara la Depresión. Bastante antes de 1929 él ya se había replanteado, por ejemplo, la relación entre la política monetaria y la economía. Y, por supuesto, Keynes fue un crítico implacable del patrón oro mucho antes de que los países empezaran a abandonarlo tras la conferencia de Ottawa. Él veía que atenerse a un patrón oro privaba a los Estados de la capacidad de devaluar las monedas en caso necesario.
Por otra parte, Keynes ya tenía perfectamente claro mucho antes de 1929 que la economía neoclásica no tenía respuesta al problema del desempleo. Los economistas neoclásicos, por decirlo llanamente, pensaban que la multitud de pequeñas decisiones todas por los consumidores y los productores en pos de sus propios fines genera una lógica más amplia en la economía misma. De este modo, la oferta y la demanda encuentran un cierto equilibrio y los mercados son a la larga estables. Enfermedades aparentemente sociales como el desempleo son, de hecho, formas pasajeras de información económica que permiten el buen funcionamiento de la economía en general.
La convicción de Keynes de que esta era una descripción incompleta de la realidad obedecía principalmente a lo que había observado en las crisis del desempleo británica y alemana de principios de la década de 1920. El consenso neoclásico era partidario de la pasividad gubernamental ante los problemas económicos. Keynes supo ver ya entonces lo que otros observaría durante la Gran Depresión: la respuesta convencional -deflación, presupuestos ajustados y espera- ya no era tolerable. Desperdiciaba demasiados recursos sociales y económicos y lo más probable era que causara profundos trastornos políticos en el mundo de la postguerra. Si el desempleo no era el precio necesario a pagar por unos mercados de capital eficientes, sino simplemente una patología endémica del capitalismo de mercado, ¿por qué aceptarlo? Esta pregunta ya estaba planteada en los escritos de Keynes mucho antes de 1929.
La teoría general de 1936 pone el poder estatal, fiscal y monetario en el centro del pensamiento económico, en lugar de verlos como excrecencias del cuerpo de la teoría economíca clásica. Esta revisión de dos siglos de literatura económica resumía la propia obra de Keynes a partir de 1920, con el añadido fundamental de aportaciones de sus alumnos, especialmente richard Kahn, de Cambridge, y su hallazgo del 'multiplicador': gracias a Kahn y otros, Keynes se convenció de que los gobiernos podían en efecto intervenir contracíclicamente y con un efecto duradero. No había ninguna ley que obligara a aceptar los desajustes económicos.
De modo que la obra magna de Keynes de 1936 refundió completamente el pensamiento macroeconómico sobre la política gubernamental. Y lo importante fue esta refundición, más que la teoría en sí. Una nueva generación de responsables políticos dispuso entonces de una lenguaje y una lógica en la que basar la defensa de la intervención estatal en la vida económica. La obra de Keynes fue por tanto tan ambiciosa e influyente, como gran narrativa de la forma en la que funciona el capitalismo, como cualquiera de las grandes obras del siglo XIX a las que contradecía." (320-325)

"Friedrich Hayek ya estaba trabajando en lo que luego articularía más en profundidad en su libro de 1945 Camino de servidumbre. En él, Hayek argumenta que cualquier intento de intervenir en el proceso natural del riesgo de mercado, y de hecho, en una de las versiones de su teoría, tiene garantizado producir resultados de autoritarismo político. Y su referencia es siempre la Europa Central germanohablante. Hayek argumenta que lo que el Estado del bienestar del Partido Laborista, o de la economía keynesiana, tiene de malo en cuanto a sus implicaciones políticas es que desemboca en el totalitarismo. No es que la planificación no pueda funcionar económicamente, sino que a cambio habrá que pagar un precio político demasiado alto." (326)


"La tasa de crecimiento de las economías maduras siempre se ha considerado relativamente baja. Los economistas clásicos y neoclásicos entendían que el crecimiento económico rápido es lo que se produce en las sociedades atrasadas cuando experimentan una transformación rápida. De este modo, cabe razonablemente esperar un rápido crecimiento económico en la Inglaterra de finales del siglo XVIII, cuando pasa de una base agraria a una base industrial, al igual que en la Rumania de 1950, a un ritmo ciertamente más forzado, aunque no tanto, cuando pasa de una sociedad rural atrasada a una sociedad industrial primitiva altamente productiva.
Las tasas de crecimiento en las sociedades industrializadas solían ser del 7 o el 9 por ciento, bastante parecidas a las que hoy tiene China. Lo que esto indica es que las altas tasas de crecimiento económico no siempre son señal de prosperidad, estabilidad o modernidad. Durante mucho tiempo se consideraron rasgos transicionales. La tasa de crecimiento típica en la Europa Occidental de finales del siglo XIX y principios del XX se había estabilizado en un ritmo bastante regular, y los tipos de interés eran relativamente bajos y se mantuvieron así. La razón por la que las tasas de crecimiento económico fueron tan altas en la década de 1950, y por la que los economistas se dejaron obnubilar por ellas como medida de éxito y estabilidad, se debió a la anterior catástrofe económica.
Dicho esto, deberíamos recordar que la Teoría general de Keynes se basaba en 'empleo, interés y dinero'. El desempleo era la preocupación tanto para británicos y estadounidenses como para los belgas de la Europa continental. Pero el desempleo no era en realidad el punto de partida teórico para los analistas franceses o alemanes, mucho más preocupados por la inflación. El interes que Keynes despierta en los responsables políticos europeos no radica tanto en lo que dice sobre el empleo en sí como en su teoría sobre el papel del gobierno a la hora de estabilizar las economías mediante medidas contracíclicas, como el gasto del défict durante la recesión. Esto implicaba no solo unas medidas para mantener a la gente empleada, sino unas medidas para mantener la moneda estable y asegurar que los tipos de interés no fluctuaran descontroladamente y destruyeran el ahorro. De manera que el empleo, que ocupa un papel clave en el pensamiento inglés y estadounidense, no constituye una obsesión universal en el continente. La estabilidad sí." (328, 329)


"George Marshall había sido jefe del Estado Mayor del ejército de Esados Unidos durante la guerra, y en 1947 fue nombrado secretario de Estado. Cuando Marshall viaja a Moscú en marzo de 1947 fue nombrado secretario de Estado. Cuando Marshall viaja a Moscú en marzo de 1947, va haciendo paradas en distintas capitales europeas. Sabe que el Partido Laborista británico se está quedando sin aire tras dos años de frenética actividad legislativa. En Francia, cada gobierno es más débil que el anterior, lo que culmina con el colapso de la coalición de izquierdas en la primavera de 1947. En Italia, los comunistas podían haber ganado unas elecciones libres (las de 1948 acabaron inclinándose hacia los democristianos gracias al apoyo papal y estadounidense). En Checoslovaquia ya lo habían hecho. A los comunistas les estaba yendo muy bien en lugares como Bélgica, e incluso por un breve período de tiempo, en Noruega.
Europa Occidental no tenía en abosluto garantizado alcanzar las tierras altas y soleadas', por emplear la frase de Churchill, de la década de 1950 y 1960. El breve período de prosperidad inmediato a la postguerra había remitido, y las economías estaban sufriendo los efectos de la escasez de productos y de divisas extranjeras. No había medios para comprar lo que necesitaban, a menos que lo hicieran ellas mismas, y la mayoría no lo hacían. No podían pedir prestados dólares, y el dólar era cada vez más la moneda internacional. Incluso economías como las de Alemania Occidental o Bélgica, que en realidad estaban empezando a recuperarse, se veían estranguladas por la escasez de reservas de divisas.
Alan Milward sostiene que Europa estaba sufriendo las consecuencias de su propio éxito: el incipiente despegue económico de la postguerra -especialmente la recuperación industrial de Alemania Occidental y los Países Bajos- estaba creando cuellos de botella que a su vez empezaban a reintroducir el desempleo. Esto era, por supuesto, consecuencia del emprobrecimiento de Europa, que ya no era capaz de impulsar su propia recuperación económica, ni siquiera a niveles tan bajos, y dependía completamente de la moneda extranjera y las materias primas importadas.
Así que, desde este punto de vista, el Plan Marshall se limitó a abrir una válvula que estaba bloqueada. Pero esto no le resta un ápice de importancia. Fue, principalmente -y esto se nos olvida a menudo-, una respuesta política, no económica. La opinión en Washington era que Europa carecía hasta tal punto de autoconfianza política que sería incapaz de recuperar su economía y caería presa bien de la irrupción comunista o bien de una vuelta al fascismo. Yo destacaría esto último: en el caso alemán, sobre todo, los observadores temían seriamente un resurgimiento nostálgico de las simpatías nazis.
La idea de que era necesario salvar económicamente a Europa si no quería correrse el riesgo de que se derrumbara políticamente no resultaba un planteamiento muy novedoso. Pero sí lo era la idea de que la forma en la que se podía salvar a Europa Occidental y Central consistía en hacerla responsable de su propia recuperación, pero facilitándose los medios para ello. El hecho de si esto obedecía o no a una estrategia inteligente e interesada por parte de Estados Unidos constituye otro debate. Bien podría ser así, tanto a corto plazo -dado que gran parte del dinero del Plan Marshall revertía a Estados Unidos en forma de gastos, compras, etcétera- como a largo plazo, dado que servía para estabilizar a Europa y ganarse un importante aliado occidental." (332, 333)

"La legislación a la que nos referimos cuando hablamos de la llegada de los Estados de bienestar comienza en la mayoría de los países en 1944 o 1945, de modo que Marshall no guarda relación con esto (aunque hay que señalar que la administración Truman por lo general apoyó las reformas del bienestar europeas como estabilizadores democráticos). El ideal parte de la Resistencia, o de partidos de izquierdas de la postguerra, o incluso de la democracia cristiana. El Estado de bienestar no es fundamentalmente, excepto en Escandinavia, obra de los socialdemócratas.
Pero yo volvería a subrayar aquí lo que antes dije sobre la planificación: había una tendencia común con muchas variantes diferentes. El enfoque variaba de un país a otro, como también el método de financiarlo. Una vez entró en funcionamiento, el Plan Marshall ayudó incuestionablemente a cubrir los costes iniciales de estos Estados del bienestar; pero deberíamos recordar que el plan solo duró cuatro años y la ayuda no se invirtió en su mayoría en servicios sociales.

Entonces, la reacción común europea quizá quede mejor expresada en la cooperación económica, más que en el Plan Marshall.

El Plan Marshall implicaba un sistema de pagos internacionales diseñados para garantizar que los países beneficiarios no se limitaran a coger su parte y disponerse a arruinar a sus vecinos. Era estrictamente un fondo conceptual, en virtud del cual podías obtener préstamos utilizando como garantía un inexistente banco de pagos y luego devolverlos con las ganancias que hubieras obtenido del comercio con otro país. Se trataba de un sistema muy sencillo, pero requería de una cooperación comercial evitando a la vez las subvenciones y el proteccionismo.
No es sencillo demostrar la conexión -es difícil rebobinar e imaginar cómo habría sido la historia de la postguerra sin el Plan Marshall-, pero yo creo que está claro que el mero hecho de este tipo de cooperación técnica, pese a venir impuesta por Washington, demostró que, en un continente en el que hasta hacía muy poco se habían dedicado a destruirse los unos a los otros, se podía cooperar. Y no solo cooperar, sino competir y colaborar conforme a unas reglas y normas acordadas. Esto habría sido impensable en fechas tan próximas en el tiempo como la década de 1930.

¿Es correcto pensar que se debe principalmente a una especie de efecto secundario intencionado del Plan Marshall o en realidad había ya algunos europeos -franceses, alemanes, belgas- ...

... que se habían estado planteando...

... desde hacía un tiempo estas cosas, por adelantado?

La buena noticia es que los había. La mala es que muchos de ellos había corrompido el patrimonio de la colaboración económica porque se habían mostrado más que dispuestos a aceptar los términos impuestos por los teóricos nazis y fascistas de la unión 'europea'.
Por tanto, algunos de los que dirigían la Francia de Vichy se convertirían después de la guerra en los principales planificadores de la Francia gaullista o republicana. Algunos de los jóvenes y brillantes economistas que participaron activamente en la administración de la economía de Alemania Occidental durante la postguerra habían ocupado puestos de rango mediio como responsables de la política económica en la Alemania nazi. Muchos de los jóvenes que rodeaban a Pierre Mendès France, o Paul-Henri Spaak en Bélgica, o Luigi Einaudi en Italia, habían ejercido como asesores técnicos en materia de comercio, inversión, industria o agricultura para los gobiernos fascistas u ocupados durante la guerra.
Lo que había unido a estos innovadores de mentalidad reformista había sido el culto a la planificación europea que a tantos jóvenes burócratas atrajo en los años de entreguerras. La propia palabra 'Europa' -Europa unida, el plan europeo, la unidad económica europea, etcétera- fue ligeramente sospechosa durante los primeros diez años posteriores al fin de la guerra debido a su asociación con la retórica nazi de una Europa más racional que sustituyera a la Europa democrática de entreguerras, recordada como ineficaz. Esta retórica había alcanzado su punto álgido con la introducción de la 'Nueva Europea' de Hitler en 1942 como base oficial para la colaboración en todos los países ocupados.
Esta es una de las razones por las que los escandinavos y de modo especial los ingleses se mostraban comprensiblemente recelosos de la palabrería en torno a la unidad europea en el período inmediato a la derrota de Hitler. La otra fuente de escepticismo era la relación que la 'Europa unida', la 'unidad europea' y similares habían tenido con la Europa católica en particular. Los seis ministros de Asuntos Exterioires que firmaron la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, la fundación de la cooperación económica europea institucionalizada, eran católicos: de Italia, Francia, gran parte de la Alemania Occidental católica y los países del Benelux. Esto podía presentarse -y a menudo lo era- como una maniiobra católica europea para reconstruir estos países en torno a una especie de modelo colaborativo económico neocorporativista." (334-336)


"El paso del tiempo influyó de otra manera. La lógica de los Estados del bienestar transgeneracionales era dificil de ver por adelantado. Una cosa es decir que garantizaremos que todo el mundo tenga trabajo y otra muy distinta decir que garantizaremos que todo el mundo cobre una pensión. Esta diferencia queda claramente precisamente en la década de 1970. En esa década había menos gente con trabajo y los ingresos fiscales estaban descendiendo, por lo que los costes de crecimiento de los servicios sociales llegaron a convertirse en una seria preocupación: cada vez más personas estaban llegando a la edad de cobrar sus prestaciones por tanto tiempo esperadas. De modo que los Estados del bienestar de la postguerra colisiionaron con el fin del boom de la postguerra que ellos había contribuído a crear, y el resultado fue el descontento de la década de 1970.
Igualmente importante es el problema de la inflación. La mayor parte de los keynesianos de la postguerra no estaban muy interesados en la inflación o el riesgo asociado de una deuda estatal en permanente ascenso. Habían aceptado que el pleno empleo era el objetivo, y el gasto público el medio, sin captar del todo que la política contracíclica funciona en ambos sentidos: en las épocas buenas se supone que debes hacer recortes. Pero es muy difícil reducir el gasto público. Y de este modo aumenta la inflación.
Obviamente, no era tan sencillo. Los orígenes de la inflación de la década de 1970 siguen siendo debatidos: algunos fueron seguramente externos -como la subida de los precios del petróleo-. Pero la combinación de recesión e inflación resultó descorazonadora y, en gran medida, imprevista. La consecuencia fue que daba la impresión de que los gobiernos gastaban cada vez mayores sumas de dinero para conseguir cada vez menos objetivos." (337)


"La combinación del recuerdo de la Gran Depresión, la experiencia del fascismo, el temor al comunismo y el boom de la postguerra es la que hizo posible la socialdemocracia incluso en sociedades bastante grandes como las de Francia, Alemania Occidental, Gran Bretaña o Canadá, que es una sociedad grande en cuanto a tamaño físico, aunque no social. Yo no acepto del todo este contraargumento -la historia fue más complicada y las motivaciones más duraderas- pero lo respeto." (349)


"Sin embargo, lo maravilloso de la construcción de los Estados del bienestar fue que el principal beneficiario fe la clase media (en el sentido europeo, en el que se incluye a la élite profesional y cualificada). Fue la clase media cuya renta se vio súbitamente liberada, porque tuvo acceso a una escolaridad gratuita y a una asistencia sanitaria también gratuita. Fue la clase media la que adquirió una verdadera seguridad privada a través de la provisión pública de seguros, pensiones, etcétera. El Estado de bienestar crea la clase media en este sentido, y la clase media entonces defiende el Estado del bienestar." (356, 357)


"Pero existe otra dimensión. El gobierno chino actual está retirándose de la vida económica salvo a niveles estratégicos, basándose en que una máxima actividad económica de cierto tipo es claramente benficiosa a corto plazo para China y que regularla con otros propósitos que no sean los de mantener alejada a la competencia no beneficiaría a nadie. Al mismo tiempo, es un Estado autoritario, censor y represivo." (357)




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