Judt, T. (2014) Pensar el
siglo XX . Argentina: Ed.
Taurus.
"La
familia de mi primera mujer, por parte de su madre, eran unos
prósperos profesionales judíos de Breslau: unos tipos
representativos de la largamente establecida burguesía judìa
alemana. Aunque habían escapado de la Alemania nazi y se habían
asentado cómodamente en Inglaterra, seguían siendo profundamente
alemanes en todo lo que hacían: desde la decoración de su casa a la
comida que tomaban, la conversación, las referencias culturales con
las que se identificaban unos a otros y a los recién llegados. Cada
vez que una de las tías quería ubicarme, me preguntaba educadamente
si yo había leído a tal o cual clásico alemán. Su sentido de
pérdida era palpable y omnipresente: el mundo alemán que les había
abandonado era el único que conocían y el único que merecía la
pena tener, por lo que su ausencia constituía un dolor mucho mayor
que todo lo que los nazis habían perpetrado.
Mi
padre, procedente de un entorno judío del este
de Europa muy diferente, no dejaba de sorprenderse de que mis suegros
volvieran año sí, año no, a Alemania a pasar sus vacaciones. Solía
volverse hacia mi madre con expresión de total perplejidad y
preguntar, calladamente: pero ¿cómo pueden? A
decir verdad, mi primera suegra siguió muy encariñada con Alemania,
tanto con la Silesia de su infancia como con la próspera y
confortable nueva República de Bonn, con la que cada vez estaba más
familiarizada. Tanto ella como
su hermana continuaron estando convencidas de que la aberración
había sido Hitler. Para ellas, Deutschtum
seguía constituyendo una realidad viva.
(...)
Sin embargo, el lugar del
antisemitismo en esta historia no siempre es tan claro como a la
gente le gusta pensar. Cuando Karl Lueger fue en 1897 elegido por
primera vez alcalde de Viena, formando parte de una plataforma
abiertamente antisemita, los culturalmente confiados judíos de
Viena de ninguna manera le concedieron la autoridad para definir la
identidad nacioinal o cultural. Se sentían como mínimo tan seguros
en su propia identidad que probablemente, si les hubieran preguntado,
habrían preferido que él eligiera (como afirmaba hacer) quién
era judío y quién no, más que quién podía o no podía ser
alemán." (29, 30)
"En
efecto, fue una era -desde el punto de vista económico, no político
ni ideológico- de enorme autoconfianza. Esta confianza adoptó dos
formas. Por un lado, existía la visión -de los economistas
neoclásicos y sus seguidores- de que al capitalismo le estaba y le
seguiría yendo muy bien, y
de que de hecho albergaba dentro de sí las fuentes y los recursos de
su propia e indefinida renovación. Y luego estaba el punto de vista
paralelo y no menos modernista que veía al capitalismo -estuviera o
no prosperando en aquel momento- como un sistema destinado a declinar
y desmoronarse bajo el peso de sus propios conflictos y
contradicciones. Aunque partían de puntos muy diferentes, ambas
eran, digamos, perspectivas con miras al futuro, y algo más que
autocomplacientes en su análisis.
Las
dos décadas siguientes a la última depresión económica
de finales del siglo XIX constituyeron la primera gran era de la
globalización; la economía mundial estaba empezando a integrarse
justo de la forma que Keynes había sugerido. Precisamente por esta
razón, la dimensión del colapso durante y tras la Primera Guerra
Mundial y el ritmo al que las economías se contrajeron entre las dos
guerras es difícil de apreciar por nosotros incluso ahora. Fue
entonces cuando se introdujeron los pasaportes, volvió el patrón
oro (en el caso británico en 1925, reinstaurado por el ministro de
Hacienda Winston Churchill pese a las objeciones de Keynes), las
monedas se colapsaron; el comercio descendió.
Para
hacerse una idea de las implicaciones que tuvo todo ello, pensemos
que las economías clave de la próspera Europa Occidental no
volverían a situarse en los niveles de 1914 hasta medidados de la
década de 1970, tras muchas décadas de contracción y protección.
En resumen, las economías industriales de Occidente (con la
excepción de Estados Unidos) experimentaron
un declive de sesenta años, marcado por dos guerras mundiales y una
depresión económica sin precedentes. Por encima de todo lo demás,
estos fueron los precedentes y el contexto de todo lo que hemos
estado debatiendo y, de hecho, de la historia mundial del siglo
pasado.
Cuando
Keynes escribió su Teoría general de la ocupación, el
interés y el dinero (publicada
por primera vez en 1936), le precupaba -tal vez sería más exacto
decir que le obsesionaba- el problema de la estabilidad y las crisis.
A diferencia de los economistas clásicos y sus herederos neoclásicos
(sus propios profesores), él estaba convencido de
que las condiciones de incertidumbre – y la concomitante
inseguridad social y política- deberían considerarse la norma en
lugar de la excepción en las economías capitalistas. En resumen,
estaba proponiendo una teoría del mundo que él mismo había
experimentado en su vida: lejos de constituir la condición de
partida de los mercados perfectos, la
estabilidad era un subproducto impredecible e incluso escaso de la
actividad económica no regulada. La intervención, de una forma u
otra, era la condición necesaria para el bienestar económico y, en
ocasiones, para la propia supervivencia de los mercados." (39,
40)
"Recordemos
no obastante que la Austria de entreguerras, pese a su tamaño y
capacidad reducidos, tenía la suerte de contar con un movimiento
socialista sofisticado y bien asentado que solo fue derrotado y
finalmente destruído como consecuencia de dos golpes de Estado
reaccionario sucesivos: el primero en 1934 y el segundo en 1938.
Austria era la esencia misma de todo lo que la Primera Guerra Mundial
había supuesto para el continente europeo: el riesgo e incluso la
probabilidad de una revolución; el deseo (y la imposibilidad) de ser
una nación-Estado autosuficiente; la dificultad aumentada de
mantener una coexistencia política pacífica dentro de un espacio
cívico que no contaba con recursos económicos.
Llama
la atención el comentario del gran historiador Eric Hobsbawm sobre
su niñez y juventud en la Viena de la década de 1920: uno se
sentía, escribe, como suspendido en un limbo entre un mundo que
había sido destruido y otro todavía por nacer. Es también en
Austria donde encontramos los orígenes de la otra gran corriente de
teoría económica de nuestro tiempo, en clara oposición a las obras
de Keynes y en consonancia con los trabajos de Karl Popper, Ludewig
von Mises, Joseph Schumpeter y, por encima de todo, Friedrich Hayek.
Los
tres cuartos de siglo que siguieron al coloapso de Auestria de la
década de 1930 puede considerarse como un duelo entre Keynes y
Hayek. Keynes, como decía antes, comienza con la observación de que
bajo unas condiciones económicas de incertidumbre sería imprudente
suponer unos resultados estables, y por tanto sería mejor diseñar
formas de intervenir a fin de conseguirlos. Hayek, que escribe
conscientemente en contra de Keynes y desde la experiencia austríaca,
argumenta en su Camino de servidumbre que la intervención -la
planificación, por benevolente o bienintencionada que sea e
independientemente del contexto político- termina mal. Su libro fue
publicado en 1945 y destaca sobre todo por su predicción de que el
incipiente Estado del bienestar británico posterior a la Segunda
Guerra Mundial debería prever un destino similar al del experimento
socialista de la Viena posterior a 1918. empezando por la
planificación socialista, terminarían con un Hitler o un sucesor
parecido. Para Hayek, en resumen, la lección de Austria e incluso el
desastre de la Europa de entreguerras se reducía grosso modo a esto:
no intervenir y no planificar." (41, 42)
"En
palabras del propio Marx, él no se dedicaba a escribir las recetas
de los libros de cocina del futuro; él simplemente prometía que
esos libros de cocina futuros existírían si utilizábamos
correctamente los ingredientes de hoy." (44)
"Recordemos
que Arendt publicó Eichmann en Jerusalén al comienzo de la
década de 1960. Lo que sostenía todavía no se había convertido en
una opinión convencional, pero llegaría a serlo en un par de
décadas. Para la de 1980, ya era un punto de vista bastante
compartido por los especialistas en la materia que la historia del
nazismo, y de hecho del totalitarismo en todas sus formas, no podía
entenderse plenamente si se reducía a un relato basado en personas
malévolas consciente y deliberadamente implicadas en actos
criminales con intención de hacer daño.
Es
evidente que desde una perspectiva ética o legal, esto último tiene
más sentido: no solo nos incomodan los conceptos de responsabilidad
o culpa colectiva, sino que exigimos alguna evidencia de intención y
acción a fin de manejar a nuestro gusto la asignación de la culpa y
la inocencia. Pero en los criterios legales e incluso éticos no se
agotan los términos de los que disponemos para la explicación
histórica. Y sin duda resultan insuficientes a la hora de elaborar
un relato de cómo y po qué personas anónimas, que llevaron a cabo
acciones decididamente anónimas (como la gestión de los horarios de
los trenes) con la conciencia absolutamente tranquila, pueden
producir sin embargo un gran mal." (46, 47)
"El
problema con los acontecimientos históricos que están
intrincadamente entrelazados es que para entender mejor los elementos
que los constituyen tenemos que separarlos. Pero para ver la historia
en plenitud, hay que entretejer de nuevo esos elementos." (54)
"En
Estados Unidos, los espías eran verdaderos outsiders: judíos,
extranjeros, 'perdedores'; hombres y mujeres movidos por razones
incomprensibles, excepto la simple necesidad de dinero. Estas
personas -de quienes los Rosenberg constituyen el ejemplo más claro-
recibían un severo castigo: en el ambiente paranoico de la década
de 1950, se les ejecutaba. No creo que de ningún espía británico
se pensara así, y mucho menos que se le tratara tan duramente. En
todo caso, sus actividades adquirieron un halo romántico en el
imaginario popular; pero, sobre todo, estaban protegidos por tener
sus orígenes en la clase dirigente del país." (71)
"No
se necesita ir más al este: incluso Francia ofrecía el sangriento
anzuelo de Vichy, en el que cayó toda una generación de
intelectuales franceses. En este sentido, incluso en Inglaterra se
podía participar en juegos que todavía no eran arriesgados, como la
promesa del fascismo en la década de 1930. Pero no eran más que
juegos. El fascismo no estaba ni remotamente en situación de llegar
al poder en Gran Bretaña. Y así, igual que en la izquierda había
quien jugaba al comprensivo compromiso con la España republicana, en
la extrema derecha encontramos a una serie de poetas y periodistas
ingleses que flirteaban con amistades políticas de las que más
tarde podrían disociarse sin sufrir un rechazo o exclusión social
muy prolongados. El nazismo era algo diferente quizá, aunque no
fueron pocos los aristócratas y articulistas ingleses que todavía
en 1938 seguían defendiendo a Hitler como el baluarte contra el
comunismo o el desorden. Pero aunque a pocos les preocupaba el
destino de los judíos alemanes, alinearse con una dictadura alemana
requería no poco esfuerzo para un ingles, cuando todavía no habían
transcurrido veinte años de la batalla del Somme, Italia era otro
asunto, sin embargo, y apoyar a Mussoni -a pesar de, y quizá en
cierta medida debido a, su grotesco comportamiento- resultaba
claramente más elevado.
Si algo
tenían en común las simpatías fascistas en Inglaterra durante la
última década anterior a la Segunda Guerra Mundial, ello se debía,
creo yo, a la imagen modernista que el fascismo presentaba para los
observadores extranjeros. Sobre todo en Italia, el fascismo no era
tanto una doctrina como un estilo político característico. Era
juvenil, ambiciosos, enérgico, partidario del cambio, la acción y
la innovación. Para un sorprendente número de sus admiradores, el
fascismo representaba en resumen todo lo que habían perdido en el
cansado, nostálgico y anodino mundo de la Pequeña Inglaterra.
(...)
Cuando Oswald Mosley desertó del gobierno laboralista de 1929-1931,
acusando con razón a sus colegas de la culpable incapacidad para
actuar frente a una crisis económica sin precedentes,
constituyó un 'Nuevo Partido' que llegado el momento se
transformaría en la Unión Británica de Fascistas. Pero, atención:
en la política inglesa, expresar una simpatía generalizada por el
'estilo' fascista no suponía estigma o riesgo alguno. Sin embargo,
una vez que los fascistas de Mosley, en 1936 comenzaron a provocar
una violencia civil y a desafiar a las autoridades públicas, dichas
simpatía se esfumaron." (73)
"Hay
una generación política y un perfil de partidos políticos bien
definidos. Pensemos en la aparición de la Federación
Socialdemócrata de Henry Hyndman en Londres, el ascenso de los
socialdemócratas en Alemania con wilhelm Liebknecht y August Bebel y
Karl Kautsky y Eduardo Bernstein, y en la supremacía de Jean Jaurès
en el partido france´s, por no hablar de los italianos, los belgas,
los polacos y por supuesto los rusos.
¡De
dónde venían? Esta fue la primera generación verdaderamente
postreligiosa. Si retrocedemos una generación nos encontramos en
medio de los debates sobre Darwin, los debates cristiano-socialistas
o la reactivación de los debates religiosos de los últimos años de
la época romántica. Algunas de estas personas hablan de su
nacimiento como seres políticos o pensasntes como alumbrados por la
clara luminiscencia de lo que Nietzche habría denominado la muerte
de Dios. No es solo que no creyeran; la cuestión de la fe ya no es
lo más importante para ellos. Ya sean judíos postliberados o
anticlericales católicos franceses o protestantes socialdemócratas
no practicantes del norte de Europa, se han despegado de los términos
más antiguos, puramente morales, en los que se había criticado la
injusticia social Me da la impresión de que el obsesivo materialismo
de Guerorgui Plejánov y los rusos o de Jaurès y la izquierda
francesa no pueden explicarse si no les vemos como una generación
que quiso, con gran energía, pensar en la sociedad como un conjunto
de problemas seculares.
Si
había una consideración trascendental en política, no era el
significado de la sociedad, sino más bien sus propósitos. Esto
constituyó un giro sutil pero crucial. Podemos apreciarlo claramente
si nos desviamos hacia el liberalismo inglés. La ruptura liberal
respecto a la fe comenzó obviamente en la Ilustración, donde la fe
como parte integrante del marco para pensar en los propósitos
humanos sencillamente desaparece. Pero hay una segunda etapa, que
revista gran importancia en Francia e Inglaterra: el colapso de la
creencia religiosa como tal que se produce en el tercer cuarto del
siglo XIX. Los nuevos liberales, nacidos en este ambiente, reconocían
que el suyo era un mundo sin fe, un mundo carente de base. Y por eso
intentaron fundamentarlo en nuevas formas de pensamiento filosófico.
Nietzche se refiere a ello cuando escribe que los hombres necesitan
unos fudamentos realistas para la acción moral, y sin embargo no
pueden tenerlos porque son incapaces de ponerse de acuerdo sobre
cuáles serían esos fundamentos. No cuentan con una base para esos
cimientos -al haber muerto Dios- y sin ellos no pueden fundamentar
ninguna acción.
Así,
Keynes, en My Early Beliefs, escribe sobre su entusiasmo por
G. E. Moore, el filósofo de Cambridge. Moore, hay que decir, se
parece mucho a lo que Nietzche habría sido de haber nacido en
Inglaterra. No hay Dios, existe una no-necesidad radical en todo los
temas éticos, y, sin embargo, tenemos que proponer unas reglas que
obeder, aunque solo sean para la élite. De modo que esta élite se
explica a sí misma las reglas de su propia conducta y las razones
que puede dar al mundo en general para seguirlas. En Inglaterra esto
produjo una adaptación selectiva de la ética utilitaria posterior a
John Stuart Mill: nosotros tendremos imperativos éticos
kantianos, pero el resto de la humanidad se las arreglará con unas
bases utilitarias para seguirlos, porque ese será el regalo que
nosotros le haremos al mundo.
Eso
es lo que el marxismo de la Segunda Internacional parece. Se trata de
un conjunto de normas y reglas neokantianas autoimpuestas sobre lo
que está mal y loque debería ser, pero dentro de una penumbra
científica a efectos de la explicación -para ellos y para los
demás- de cómo llegar de aquí a llí con la confianza de que la
historia está de tu lado. Estrictamente hablando, de la versión
del capitalismo que da Marx no puede extraerse una razón de por qué
el socialismo debería (en un sentido moral) existir. Lenin entendió
esto, reconociendo que la 'etica' socialista era una secuela de la
autoridad religiosa y un sustituto de ella. Hoy en día, por
supuesto, esta ética es la mayor parte de lo que queda de la
socialdemocracia, pero en la época de la Segunda Internaciona
representaba una amenaza para el duro realismo histórico del
socialismo.
El
marxismo ejerció una atracción especial, no solo para esa primera
generación de críticos intelectuales y cultos, sino hasta la década
de 1960. Tendemos a olvidar que el marxismo ofrece una explicación
extraordinariamente atractiva de cómo y por qué funciona la
historia. La promesa de que la historia está de nuestro lado, de que
nos dirigimos hacia el progreso, resulta reconfortante para
cualquiera. Esta afirmación distinguió al marxismo, en todas sus
formas, de otros radicalismo de esa época. Los anarquismos no tenían
ninguna teoría real de cómo funcionaba el sistema; los reformistas
no tenían nada que contar sobre transformaciones radicales; los
liberales no contaban con una explicación para la ira que uno debía
sentir frente al estado actual de las cosas.
Creo
que tienes razón en lo de la religión, y me pregunto si estás de
acuerdo en que esto se traduce de dos maneras distintas y
enfrentadas.
Una
es la ética secular: el renacimiento kantiano de finales del siglo
XIX en los países de habla alemana como sutituto de la religión,
expresado perfectamente en la Segunda Internacional por los
marxistas austríacos en Viena en las décadas de 1890 y 1900, que el
marxista italiano Antonio Gramsci fue lo bastante inteligente para
ver que necesitaba estar institucionalmente organizado. De aquí la
idea de hegemonía de Gramsci: en efecto, los intelectuales del
partido tienen que reproducir de forma consciente la jerarquía de la
Iglesia, institucionalizando por medio de ella la reproducción
social de la ética.
Pero
luego está también la escatología: la idea de la salvación final,
la vuelta del hombre a su propia naturaleza, todas estas ideas
increíblemente motivadoras por las que uno puede hacer sacrificioes
en el mundo secular -la prioridad del sacrificio es idea de Lenin,
esencialmente-. Y a mí me parece que cada uno de estos conceptos
son sutitutos satisfactores para la relibión, pero puede llevarte a
lugares muy distintos.
Así
es. Y surgen con diferente fuerza en diferentes sitios. Por eso la
línea escatológica de razonamiento es muy poco atractiva para los
protestantes escandinavos, por ejemplo. No basta con decir que no
había razón para que el comunismo prosperara en Escandinavia porque
la democracia social había araigado bien entre el electorado
mayoritariamente compuesto de campesinos y trabajadores en países
como Suecia. Eso es cierto, pero no constituye explicación
suficiente. En Escandinavia nunca iba a haber -salvo durante un breve
lapso en Noruega entre un grupo olvidado de pescadores- un electorado
partidario de una política del todo o nada, de echarlo todo por la
borda y de una vez por todas.
Ni
tampoco iba a haber un impulso subliminal hacia una organización
neorreligiosa. La forma organizacional -el concepto gramsciano de
hegemonía, la idea de que el partido debe sustituir a la religión
organizada, dotado de una jerarquía, una élite, una liturgia y un
catecismo- puede explicar en parte por qué el comunismo organizado
del modelo leninista funciona mucho mejor en los países católicos y
ortodoxos que en los protestantes. Al comunismo siempre le iría
mejor en Italia y en Francia (y durante un breve período en España)
que a la socialdemocracia.
El
argumento más habitual sobre los países católicos es que no había
una mano de obra capaz de hacer que los sindicatos evolucionaran en
una forma de organización dentro de la cual pudiera tomar forma un
partido de masas de izquierda. Pero esto no es cierto del todo. En
Francia había un gran número de trabajadores manuales que estaban
bastante bien organizados en varios puntos. Pero no estaban
organizados políticamente. La organización política de la
clase trabajadora en el 'cinturón rojo' de París, por ejemplo, fue
incuestionablemente un logro de los comunistas; hasta entonces, los
syndicats tenían muy poca influencia, en gran medida debido a
la ausencia de un vínculo orgánico con algún partido político.
Recelaban bastante del socialismo precisamente por sus ambiciones
organizacionales.
La
evidencia a contrario sensu la encontramos en el caso inglés. Aquí,
en 1870, ya existía un movimiento de mano de obra cualificada muy
avanzado: a partir de la década de 1880, esto es, sobre la misma
época que la socialdemocracia empezaba a tomar forma, en las grandes
ciudades empezó a surgir otro tipo de mano de obra, cada vez más
significativa. Una mano de obra turbulenta, desfavorecida y fácil de
movilizar. El resultado fue un movimiento sindical en rápida
expansión, que fue más o menos legal desde principios de la década
de 1880, y cuyas actividades políticas se canalizaron en un Comité
de Representación Laboral creado en 1900 que seis años después se
convertiría en un Partido Laborista a gran escala, dominado y
financiado por sus jefes sindicales durante el resto del siglo. Pero
pese, o quizá debido, a los orígenes desproporcionadamente
metodistas y disidentes de los líderes laboristas de aquelllos años,
tanto la escatología religiosa como la organización eclesiástica
que caracterizaba el radicalismo continental estuvieron completamente
ausentes." (87-91)
"Me
viene a la memoria la escena que Jorge Semprún describe en sus
memorias, Quel beau dimanche.
Después de que su familia fuera expulsada de España, él,
con veinte años, se vio arrastrado a entrar en la Resistencia
francesa y fue posteriormente detenido por comunista. Tras ser
enviado a Buchenwald, se cobijó bajo la protección de un viejo
comunista alemán, lo que sin duda explica su supervivencia. En un
momento determinado, Semprún le pide a este hombre mayor que le
explique que es la 'dialéctica'. Y la respuesta que recibe es:
'C'est l'art et la manière de toujours retomber sur ses pattes, mon
vieux', el arte y la técnica de caer siempre de pie. Y lo mismo
puede decirse de la retórica rabínica. Es el arte y la técnica
-pero sobre todo el arte- de caer siempre de pie en una posición
firme de autoridad y convicción. Ser un marxista revolucionario era
convertir en virtud tu desarraigo, por ejemplo la ausencia de unas
raíces religiosas, agarrándose -aunque sea de un modo no del todo
consciente- a un estilo de razonamiento que hubiera resultado muy
familiar para cualquier estudiante de una escuela hebrea.
La gente se olvida de
que los socialistas judíos se organizaron antes y mejor que otros en
el Imperio ruso. El Bund es en realidad anterior y durante algún
tiempo eclipsó los intentos por crear un partido ruso. De hecho,
para definir su posición, Lenin tuvo que separar a sus seguidores
del Bund, una escisión más importante que la más conocida entre
los bolcheviques y los mencheviques.
¿Qué opinas de la
actuación de Lenin sobre esta generación, en este ambiente, durante
la Segunda Internacional?
Los
rusos constituían una presencia incómoda en la Segunda
Internacional, que era una colección de partidos marxistas en
general mejor integrados en los sistemas políticos nacionales de lo
que los radicales rusos podían estarlo dentro de la autocracia
zarista. Las cuestiones sobre la participación en los gobiernos
burgueses, que fue el tema dominante de aquella Internacional
celebrada en vísperas de la Primera Guerra Mundial, no revestían
ningún interés para los súbditos de un imperio autócrata.
Los
marxistas rusos estaban profundamente divididos entre la mayoría
socialdemócrata al estilo alemán de corte materialista
-ejemplificada por el veterano Plejánov- y una minoría activista
radical liderada por el joven Lenin. Si uno se para a pensarlo, es
como las divisiones convencionales y familiares que enfrentan a los
adversarios de todas las sociedades autoritarias: entre los que están
dispuestos a creer en la buena fe de las reformas marginales del
gobernante y los que piensan que esas pequeñas reformas constituyen
el mayor peligro de todos porque debilitan y dividen las fuerzas que
quieren un cambio más radical.
Partiendo
del marxismo, Lenin reinterpretó, revisó y resucitó la tradición
autóctona rusa de la revolución. En la generación anterior, los
eslavófilos revolucionarios habían incurrido en el complaciente
pensamiento de que existía una historia y una trayectoria
característicamente rusas para acometer cualquier acción radical en
ese país. Algunos de ellos abogaban por el terrorismo como forma de
preservar las virtudes propias y diferenciadas de la sociedad rusa a
la vez que socavaba la autocracia. Aunque Lenin se mostraba
impaciente con la inveterada tendencia rusa hacia el activismo, la
revolución mediante la acción, el nihilismo, el asesinato,
etcétera, insistía en preservar al mismo tiempo la guía de una
acción voluntarista. Sin embargo, su voluntarismo iba acompañado de
una visión marxista de las revoluciones venideras.
Pero
Lenin no se mostraba menos desdeñoso con los socialdemócratas rusos
que compartían su desagrado por la violencia sin ton ni son. En la
tradición rusa, los oponentes de los eslavófilos eran los
occidentalizantes, que esencialmente creían que el problema de Rusia
era su atraso. Rusia no poseía unas virtudes distintivas; el
objetivo de los rusos debía ser el de hacer avanzar el país por el
sendero del desarrollo que ya estaban siguiendo otros países
europeos más occidentales. Los occidentalizantes también adoptaron
el marxismo, infiriendo de Marx y los evolucionistas políticos que
lo que quiera que hubiera ocurrido u ocurriera en Occidente había
sido antes y de una forma másnítida. El capitalismo, el movimiento
laboral y la revolución socialista serían experimentados por los
países avanzados en primer lugar; el turno de rusia llegaría más
despacio y más tarde, pero merecía la pena esperar a que llegara,
una opinión que provocaba en Lenin paroxismos retóricos de
desprecio. De este modo, el líder bolchevique se las arregló para
combinar un análisis occidental con el tradicional radicalismo ruso.
Esto se
ha venido considerando como una evidencia de extramada brillantes
teorética, pero yo no estoy tan seguro de ello. Lenin era un gran
táctico, y no mucho más, pero en la Segunda Internacional no se
podía destacar a menos que uno tuviera una visión teórica, de modo
que Lenin se presentó a sí mismo y fue promocionado por sus
admiradores como un dialéctico marxista de mucho talento."
(94-96)
"La
historia de la Unión Soviética, para los que tuvieron fe en ella,
ya fuera como comunistas o como compañeros de viaje progresistas, no
estaba en realidad ligada a lo que veían. Preguntarse por qué la
gente que fue allí no vio la verdad no tiene sentido. La mayoría de
las personas que entendieron lo que estaba ocurriendo en la Unión
Soviética no necesitaron ir allí para verlo. En tanto que los que
iban a la Unión Soviética como verdaderos creyentes solían seguir
siéndolo a su vuelta (André Gide fue una célebre excepción).
En todo
caso, el tipo de verdad que buscaba el creyente no era cuestionable
en función de pruebas contemporáneas sino solo de resultados
futuros. Siempre fue una cuestión de creer en un edificio futuro que
justificaría el infinito número de ladrillos rotos del presente. Si
uno dejaba de creer, no es que estuviera simplemente dejando
de lado unos datos sociales que aparentemente había malinterpretado
hasta la fecha; estaba dejando de lado una historia que por sí sola
podía justificar cualquier dato que uno deseara en tanto en cuanto
la recompensa futura estaba garantizada.
El
comunismo también ofreció un sentimiento intenso de comunidad con
sus correligionarios. En el primer volumen de sus memorias, el poeta
francés Claude Roy recuerda su fascismo juvenil. El libro se titula
Moi (Yo). Pero el segundo volumen, que trata de sus años
comunistas, se titula, elocuentemente, Nous (Nosotros). Esto
resulta sintomático. Los pensadores comunistas se sentían parte de
una comunidad de intelectuales afines, lo que les hacía creer no
solo que estaban haciendo lo correcto, sino que avanzaban en la
dirección de la historia. Somos 'nosotros' los que lo estamos
haciendo, no solo 'yo'. Esto superaba la idea de la multitud
solitaria y situaba al individuo comunista en el centro, no solo de
un proyecto histórico, sino de un proceso colectivo.
Y es
interesante lo a menudo que los recuerdos de los desilusionados se
traducen en términos de pérdida de comunidad, así como de
pérdida de fe. Lo duro no era abrir los ojos a lo que Stalin estaba
haciendo, sino romper con toda esa otra gente que había creído
contigo. Así pues, es esta combinación de fe y los muy
considerables atractivos de la lealtad compartida lo que otorga al
comunismo algo de lo que ningún otro movimiento político podía
alardear." (102, 103)
"En
la primavera de 1967, justo antes de la guerra de los Seis Días, yo
desempeñé un papel activo en organizar el apoyo para Israel durante
el preludio al conflicto. Las organizaciones sionistas, el
'kibutzismo' y las fábricas de Israel habían emitido un llamamiento
público pidiendo voluntarios para ir y trabajar allí, en
sustitución de los reservistas que habían sido llamados a filas en
previsión del combate. Desde Cambridge, yo contribuí a formar una
organización nacional para localizar y enviar voluntariios. Más
tarde yo mismo fui a Israel, acompañado de Jacquie y de otgro amigo,
Morris Cohen, embarcando en el último avión que salió para Israel
antes de que el aeropuerto de Lod se cerrara a la llegada de vuelos.
De nuevo tuve que pedir permiso para que el King's College me
permitiera dejar mis estudios antes de tiempo (aunque en este caso
solo por unas semanas, ya que acababa de terminar los exámenes de
primer curso) y, una vez más, me fue generosamente concedido.
Cuando
llegamos, había un autobús esperando para llevar a aquella peculiar
remesa de voluntarios llegados en avión a Machanayim. Pero yo no
tenía intención de volver allí, e informé al conductor de que a
tres de nosotros había que dejarnos en Kakuk. Fingí que ese era el
asentamiento que nos habían asignado. Israel estaba en ese momento
bajo un apagón total, en previsión de la guerra, y yo tuve que ir
dirigiendo al conductor para que nos llevara en medio de aquella
oscuridad. Cuando llegamos, por suerte Maya Dubinsky estaba en el
comedor: aquello fue casual, dado que no nos esperaban y habíamos
aparecido sin avisar.
Maya, a
quien llevaba dos años sin ver, no estaba tal vez en el mejor
momento para recibirnos. Ella estaba viviendo una aventura -desde
luego no la primera para ella- y el kibutz, lejos de estar
preparándose para la lucha, se encontraba dividido entre los amigos
de Maya y los partidarios de la esposa a la que el amante de Maya
había dejado plantada. Yo, en mi búsqueda romántica de recuerdos y
experiencias, me encontraba de repente inmerso en lo que no era más
que un escándalo sexual pueblerino.
Pero
allí estábamos. Durante el transcurso de la guerra y el período
posterior inmediato, trabajé de nuevo en una plantación de plátanos
junto al mar de Galilea. Pero pocas semanas después, el victorioso
ejército israelí emitió un llamamiento para reclutar voluntarios
dispuestos a trabajar para el ejército como auxiliares y ayudar en
las tareas de postguerra. Yo tenía diecinueve años, y aquello
resultaba irresistible. De modo que me apunté voluntario con un
amigo, Lee Isaacs: juntos fuimos hasta los Altos de Golán y allí se
nos asignó a una unidad.
Se
suponía que íbamos a conducir camiones capturados al ejército
sirio para llevarlos de vuelta a Israel, pero muy pronto, y para mi
decepción, me asignaron un trabajo de traducción. Para entonces yo
tenía un nivel de hebreo razonable y hablaba francés con fluidez.
El lugar estaba inundado de voluntarios de habla inglesa y francesa
que habían llegado a Israel desde diversos puntos del mundo pero
cuyos conocimientos del idioma nativo eran escasos o nulos. Así que
durante un breve espacio de tiempo me convertí en intérprete
trilingüe entre los jóvenes oficiales israelíes y los auxiliares
de habla francesa e inglesa destinados a sus unidades.
A
consecuencia de ello, tuve más contacto con el ejército israelí
del que habría tenido si me hubiera limitado a conducir camiones
hasta el valle, lo que me resultó bastante revelador. Por primera
vez llegé a darme cuenta de que Israel no era un paraíso
socialdemócrata de judíos pacíficos que habitaban en granjas, que
habían jnacido israelíes pero que en todo lo demás eran iguales a
mí. Esta era una cultura y una gente muy diferente a la que yo había
conocido hasta entonces o me había empeñado en imaginar. Los
oficiales de rangos inferiores que conocí procedían de ciudades y
pueblos y no del 'kibutzismo', y gracias a ellos pude darme cuenta de
algo que debería haberme resultado evidente desde mucho antes: que
el sueño del socialismo rural era solo eso, un sueño. El centro de
gravedad del Estado judío estaba y debía estar en sus ciudades. En
resumen, me di cuenta de que no vivía y nunca había vivido en el
Israel real.
En
lugar de ello me habían adoctrinado en un anacronismo, había vivido
en un anacronismo y ahora era consciente del alcance de mi engaño.
Por primera vez me encontré con israelíes que eran chovinistas en
toda la amplitud de la palabra: antiárabes hasta un punto que rozaba
el racismo, a quienes no les incomodaba nada la perspectiva de matar
árabes siempre que fuera posible, que lamentaban que no les hubieran
permitido abrirse camino luchando hasta Damasco y vencer a los árabes
de una vez por todas, que se burlaban de lo que ellos llamaban los
'herederos del Holocausto', los judíos que vivían fuera de Israel y
no entendían ni apreciaban a los nuevos judíos, los nativos de
Israel.
Aquel
no era el mundo fantástico del Israel socialista que a tantos
europeos les encantaba (y encanta) imaginar, una proyección
iilusoria de todas las cualidades positivas de la Centroeuropa judía
libre de cualquier defecto. Aquel era un país de Oriente Próximo
que despreciaba a sus vecinos y estaba a punto de abrir con ellos una
brecha catastrófica, de una generación, confiscándoles y ocupando
sus tierras. Al final de aquel verano dejé Israel deprimido y con
sensación de claustrofobia. No volvería hasta dos años más tarde,
en 1969. Pero cuando lo hice, me di cuenta de que me desagradaba
profundamente todo lo que veía. Ahora era considerado por mis
excolegas y amigos del kibutz como un outsider y un paria."
(119-121)
"Pasaba
tardes enteras en bibliotecas de la localidad, los archivos
municipales, los archivos provinciales de la localidad cercada de
Draguignan y los archivos urbanos de la ciudad costera de Toulon.
Desde entonces he investigado otros libros, pero nunca con la misma
escala de intensidad ni la misma familiaridad local. La experiencia
me confirmó en la opinión de que ningún historiador debería
abordar un trabajo de investigación basado en fuentes primarias a
menos que se le permita un acceso directo y continuado a los
materiales de archivo. La investigación a distancia, basada en unas
cuantas visitas relámpago, es como mínimo frustrante y por general
insuficiente para su propósito." (152)
"Así
que permíteme que empiece por preguntarte por el tema sobre el que
elegiste no escribir en tu tesis. ¿Por qué dejamos tan rápidamente
de lado a los intelectuales fascistas de las décadas de 1920 y
1930?
Cuando
hablamos de los marxistas podríamos comenzar por conceptos. Los
fascistas en realidad no tienen conceptos. Tienen actitudes. Tienen
distintas respuestas a la guerra, la depresión y el atraso. Pero no
empiezan por un conjunto de ideas que luego apliquen al mundo."
(159)
"De
dónde venían los intelectuales fascistas? ¿Podemos hablar de una
genealogía de los fascistas estrictamente intelectual?
La
historia genética dominante es que el fascismo nació de las
incertidumbres de la generación de preguerra de la Primera Guerra
Mundial cuando se vio enfrentada a la guerra y al período
inmediatamente posterior. Es entonces cuando surge un alambicado y
característico nuevo tipo de nacionalismo transformado, por la
energía y la violencia de la Primera Guerra Mundial, en un
movimiento político nuevo, un movimiento de masas, potencialmente de
derechas, (...)
(...)
si pudiéramos detener el reloj en 1913, el año anterior al
estallido de la Primera Guerra Mundial, e investigar cuáles eran
entonces las posturas y probables futuras afiliaciones políticas de
la generación más joven, veríamos que la división entre la
izquierda y la derecha no era en sí la cuestión. La mayoría de los
movimientos se definían deliberadamente como ni de izquierdas ni de
derechas. Rechazaban definirse dentro del léxico revolucionario
francés que durante tanto tiempo había marcado los parámetros de
la geografía política moderna.
Más
bien, consideraban los debates que tenían lugar dentro de la
sociedad liberal como el problema y no como el medio para encontrar
la solución. Pensemos en los futuristas italianos, sus manifiestos y
sus empeños artísticos de la década anterior a la Primera Guerra
Mundial." (160, 161)
"La
Revolución bolchevique tuvo lugar a finales de 1917, es decir, antes
del final de la guerra. Esto significa que incluso antes de que
empezara el período de la pstguerra ya existía la amenaza en
ciernes de una segunda sacudida: una revolución europea facilitada y
justificada por el trastorno de la guerra y la injusticia (real o
subjetiva) de los acuerdos de paz. Si se analiza país por país,
empezando por Italia, se puede ver que sin la amenaza de una
revolución comunista habría todavía menos espacio para que los
fascistas se postularan a sí mismos como garantía del orden
tradicional. De hecho, al menos en Italia, no estaba claro si el
fascismo era radical o conservador. En gran parte acabó cayendo en
la derecha debido al éxito de su facción derechista a la hora de
presentar el fascismo como la respuesta adecuada a la amenaza del
comunismo. De no haber existido la amenaza de una revolución de
izquierdas, los fascistas de izquierdas podrían también haberse
impuesto. En cambio, Mussolini tuvo que purgarles, al igual que haría
Hitler diez años más tarde.
A la
inversa, la relativa debilidad de la izquierda revolucionaria en la
Gran Bretaña, Francia o Bélgica de la postguerra redujo la
credibilidad de los esfuerzos por parte de la derecha de explotar al
ogro comunista durante la década siguiente. En Gran Bretaña,
incluso winston Churchill era ridiculizado por su obsesión con la
Amenaza Roja y los bolcheviques." (162, 163)
"(En
el período entreguerras) Estamos exactamente en el punto en que
las sociedades europeas empiezan a entrar en la era de las masas. La
gente puede leer periódicos. Trabaja en grandes aglomeraciones y
está expuesta a experiencias compartidas -en la escuela, en el
ejército, al viajar en tren-. Así que tenemos grandes comunidades
conscientes de sí mismas, pero que en su mayoría no se parecen en
nada a las sociedades genuinamente democráticas. Por tanto, países
como Italia o Rumania fueron especialmente vulnerables a movimientos
y organizaciones que combinaban la forma no democrática con el afán
de contentar al pueblo." (164)
"Quizá
los fascistas fueron los últimos en creer que el poder era hermoso.
Ese
poder era hermoso, sí. Los comunistas por supuesto creyeron
hasta el final que el poder es bueno: las invocaciones de
poder, convenientemente arropadas con el envoltorio doctrinal
adecuado, todavía podían presentarse sin arrepentimiento. Pero ¿la
presentación sin arrepentimiento del poder como algo bello? Sí, ese
es un rasgo exclusivamente fascista. No obstante, me pregunto si
tienes razón respecto al mundo no europeo." (165, 166)
"En
general reafirman su vinculación con el fascismo italiano. El
fascismo en Italia, que no reviste connotaciones abiertamente
racistas y -para la mayor parte de países europeos- no conlleva
asociaciones particularmente amenazantes, se convierte en el tipo de
encarnación internacional respetable de las políticas que a ellos
les gustaría que se aplicaran en sus países. Así ocurrió en
Inglaterra, donde Oswald Mosley admiraba profundamente a Mussolini.
Muchos integrantes de la derecha francesa viajaban a Italia, leían
el italiano y estaban de algún modo familiarizados con la vida
italiana. Italia incluso desempeñó un cierto papel para proteger a
Austria de la Alemania nazi entre 1933 y 1936.
Pero en
aquellos años todavía era perfectamente posible expresar admiración
por Hitler, y mucha gente lo hacía. La mujer y la cuñada de Mosley
fueron ambas a Alemania, conocieron a Hitler y en numerosas ocasiones
expresaron su admiración por su fuerza, su determinación, su
originalidad. También hubo algunas visitas francesas a Alemania
aunque menos; los fascistas franceses en su mayoría se había
formado originalmente en el molde nacionalista, y el nacionalismo de
aquellos días en Francia era por definición antialemán, además de
antibritánico.
Los
rumanos mostraban muy poco interés por Alemania, al menos hasta la
guerra. Se consideraban como una extensión de la cultura latina, y
estaban muy centrados en la Guerra Civil española, a la que veían
como la gran opción cultural de la década de 1930. En términos
generales, la mayoría de los fascistas rumanos eran algo reacios a
asociarse con Hitler: no tanto porque Hitler representara una
política que les desagradara de modo especial, sino principalmente
porque era alemán. Muchos de ellos se habían formado en una actitud
antialemana derivada de la Primera Guerra Mundial, durante la cual
los alemanes habían infligido una derrota decisiva a los rumanos
(aunque, al final de la guerra, Rumania, como aliado de la Entente,
fue considerable vencedora). Rumania ganó una enorme cantidad de
territorio al final de la guerra, especialmente a costa de Hungría,
pero aquello fue gracias a su alianza con Francia y Gran Bretaña.
Dado que Hitler iba a destruir el orden de la postguerra creado por
aquellos acuerdos de paz, los rumanos tenían razones para ser
comedidos. Una vez que Hitler demostró que podía imponer fronteras
en europa, a partir de 1938, los rumanos no tuvieron más remedio que
tratar con él. De hecho, una vez que Hitler dispuso que parte del
territorio rumano le fuera devuelto a Hungría, no tuvieron elección.
En
ocasiones, aunque era algo excepcional, el carácter del
nacional-socialismo alemán constituía un atractivo. Pensemos en el
caso de León Degrelle, el líder fascista en Bélgica. Degrelle,
pese a ser francófono, representaba una especie de revisionismo
belga, más extendido en las áreas flamencas. Los revisionistas
estaban en lo correcto al simpatizar más con Alemania que sus
vecinos franceses, holandeses o ingleses, comprometidos con el statu
quou. Ellos estaban especialmente preocupados por pequeñas
revisiones territoriales y los derechos del idioma flamenco, todo lo
cual Alemania astutamente les concedió en 1940, una vez ocupó
Bélgica. Pero el caso más llamativo de fascismo proalemán fue el
que protagonizó Noruega con el partido de Quisling. Estos noruegos
se veían a sí mismos como una extensión del Deutschtum,
como parte del gran espacio nórdico en el que ellos podían aspirar
a desempeñar un papel dentro de las ambiciones nazis. Pero hasta la
guerra tuvieron una relevancia poco significativa.
Sin
embargo, el nacionalsocialismo alemán revestía cierto atractivo
europeo. Los alemanes ofrecían una historia de la que los italianos
carecían: una Europa fuerte, postdemocrática, dominada por
Alemania, pero de la que otros países, occidentales, podían también
beneficiarse. Muchos intelectuales occidentales se sentían atraídos
por esto, y algunos creían profundamente en ello. La idea de Europa,
aunque tendamos a olvidarlo, era entonces una idea de derechas. Era
contraria al bolchevismo, por supuesto, pero también a la
americanización, a la llegada de la América industrial con sus
-'valores materialista' y su capitalismo financiero despiadado y
ostensiblemente dominado por los judíos. La nueva y económicamente
planificada Europa sería fuerte; de hecho, solo podía ser fuerte si
trascendía las irrelevantes fronteras nacionales.
Todo
ello resultaba muy atractivo a los intelectuales fascistas más
jóvenes y más preocupados por la economía, muchos de los cuales
acabarían administrando los países ocupados. De modo que a partir
de 1940, tras la caída de Polonia y Noruega y especialmente de
Francia, el modelo alemán adquirió, por breve tiempo, un cierto
brillo.
En
este contexto hay que plantear el problema de los judíos. Fue
entonces, durante la guerra, cuando el asunto de la raza se hizo
inevitable, y muchos intelectuales fascistas, especialmente en
Francia e Inglaterra, no pudieron con eso. Una cosa era proclamar
continuamente los encantos del antisemitismo cultural, pero otra muy
distinta alinearse con el asesino en masa de naciones
enteras.
El
ascenso de Hitler al poder también trae consigo, con un retraso de
uno o dos años, una reorientación completa de la política
exterior soviética, expresada en la Internacional Comunista. Los
soviéticos enarbolan el estandarte del anifascismo. Los
comunistas ya no iga a combatir contra todos los que situaban a su
derecha, incluídos, sobre todo, los socialdemócratas. A partir de
1934, formarían alianzas electorales con partidos socialistas y
ganarían elecciones en nombre del Frente Popular. De modo que el
antifascismo permite al comunismo soviético presentarse como una
causa universal atractiva, congregando a todos los enemigos del
fascismo. Por este universalismo, dadas las circunstancias de la
época, fue en gran medida hecho realidad en Francia. El Partido
Comunista Francés adquiere una importancia mucho mayor de lo que
debería. El Partido Comunista de Alemania ya no existe...
...y
la mayoría de los demás partidos comunistas europeos eran
irrelevantes. El único que contaba era el Partido Comunista Francés
(PCF). En 1934, Stalin se dioi cuenta de que esta era la única
herramienta de alguna utilidad que le quedaba en las democracias
occidentales. El PCF pasó de repente de ser un participante pequeño
aunque ruidoso en la política de izquierdas francesa a un
instrumento importante en asuntos internacionales.
El
PCF era un espécimen peculiar. Estaba enraizado en una larga y
sólida tradición de ziquierdas nacional que operaba en el único
país que contaba a la vez con un sistema político democrático
abierto y una izquierda claramente revolucionaria. Ya
empezó siendo grande, en 1920. En todas partes de Europoa, la
Revolución bolchevique obligó a los socialistas a elegir entre el
comunismo y la socialdemocracia, y en la mayoría de lugares a los
socialdemócratas les fue mejor. Pero no en Francia. Allí los
comunistas siguieron siendo más numerosos hasta mediados de los años
veinte.
Luego,
poco a poco, debido a las tácticas impuestas por Moscú, las
divisiones internas y su incapacidad para presentar una argumentación
racional para votarles, fueron perdiendo terreno. Para las elecciones
de 1928, el grupo parlamentario del PCF era pequeño, y tras las de
1932, microscópico. El
propio Stalin quedó bastante conmocioinado por el colapso del
comunismo como fuerza en la vida política francesa. Para entonces,
lo único que quedaba de la izquierda era el control comunista de los
sindicatos y los municipios del 'cinturón rojo' de París. Pero eso
era mucho: en un país donde la capital lo es todo y donde no había
televisión pero sí mucha radio y muchos periódicos, la
omnipresencia de los comunistas en huelgas, disputas y en las calles
de todos los suburbiios radicales de París dotó al partido de una
visibilidad mucho mayor de la que cabía explicar por el número de
sus militantes.
Afortunadamente
para Stalin, el PCF era también sorprendentemente maleable. Maurice
Thorez -una marioneta obediente- fue puesto al mando en 1930, y el
Partido Comunista pasó de una absoluta marginalidad a la prominencia
internacional en solo unos pocos años. Con el giro de Stalin hacia
la estrategia del Frente Popular, los comunistas ya no se veían
forzados a reivindicar que la verdadera amenaza para los trabajadores
de la izquierda era el 'socialfascista' partido socialista.
Por
el contrario, ahora era posible formar una alianza con los
socialistas de Leon Blum para proteger a la República del fascismo.
Puede que esta fuera una estratagema en gran medida retórica para
proteger a la Unión Soviética contra el nazismo, pero lo cierto es
que era muy cómoda. Las inveteradas preferencias de la izquierda por
una alianza contra la derecha encajaban perfectamente con la nueva
preferencia de la política exterior comunista de que las repúblicas
burguesas se aliaran con la Unión Soviética contra la derecha
internacional. Los comunistas, claro está, nunca se incorporaron al
gobierno que nació del frente unificado en las elecciones de la
primavera de 1936, pero fueron considerados por la derecha, no del
todo incorrectamente como el partido más fuerte y peligroso dentro
de la coalición del Frente Popular.
La
interpretación por parte de Stalin de los intereses del Estado
soviético había cambiado de forma que ahora parecía en
consonancia con los intereses del Estado francés. Y, de repente, en
lugar de que Thorez tuviera que repetir en cada ocasión que estaba
realmente deseando ceder Alsacia y Lorena a los alemanes, como
dictaba la línea política anterior, Alemania podía convertirse en
el gran enemigo, una postura mucho más cómoda de adoptar.
Va
más allá de eso. Los países que de alguna forma habían defraudado
a Francia al negarse a formar un frente común contra la creciente
amenaza de Alemania se convirtieron en países que ahora defraudaban
a la Unión Soviética al no garantizar el paso libre del Ejército
Rojo en caso de guerra. Polonia había firmado una declaración de no
agresión con alemania en enero de 1934, y todo el mundo sabía que
Polonia nunca permitiría de buen grado el paso de tropas soviéticas.
De modo que los intereses franceses y soviéticos parecían en cierta
manera entrelazados, y a un gran número de ciudadanos franceses les
convenía creerlo. El Frente
Popular actuaba también como un recordatorio de la alianza
franco-rusa que se mantuvo desde la década de 1890 hasta la Primera
Guerra Mundial, que fue la última vez que Francia tuvo un papel
destacado en asuntos internacionales.
Existía
también una actitud distintivamente francesa hacia la Unión
Soviética, en virtud de la cual pensar en Moscú era en cierto
sentido lo mismo que pensar en París. La cuestión del estalinismo
era principalmente considerada en Francia como un interrogante
histórico: ¿es la revolución rusa legítima heredera de la
francesa? En tal caso, ¿no
debería defenderse de cualquier amenaza extranjera? La sombra de la
Revolución francesa continuaba de esta forma interponiéndose,
dificultado ver con claridad lo que estaba ocurriendo en Moscú. Así,
los juicios ejemplarizantes, que comenzaron en 1936, fueron vistos
por muchos intelectuales franceses, por supuesto no todos ellos
comunistas, como un terror robesperriano más que como asesinatos en
masa de un régimen totalitario.
El
Frente Popular permite una cierta combinación entre comunismo y
democracia. Porque Hitler al mismo tiempo se está deshaciendo de
los que quedaba de la democracia alemana: prohíbe el Partido
Comunista Alemán en la primera mitad de 1933. Un año después, la
URSS insta a los comunistas a funcionar dentro de las democracias. Y
entonces se produce la feliz coincidencia de que el Partido
Comunista Francés continúa funcionando dentro de un sistema que es
democrático.
Recuerda
que para entonces el Partido Comunista Francés llevaba una docena de
años funcionando. De manera que todavía era posible para mucha
gente que quería pensar bien de él tratarlo como 'uno de los
nuestros' cuando cerró alianzas de izquierdas tradicionales. Y, de
hecho, a muchos de los propios comunistas no les desagradó volver de
nuevo a la familia.
Y es
una reunión familiar bastante sonada y efectista: no solo por la
formación del gobierno del Frente Popular en junio de 1936, sino
por todos los gestos que habían precedido a aquel momento, con los
comunistas empezando a cantar La Marsellesa y los mitines en
Paris...
... con
socialistas y comunistas reunidos en grandes manifestaciones
celebradas simbólicamente en la Place de la Nation, la Bastilla, la
Place de la République, etcétera, de una manera que no podía dejar
de sorprender a todo aquel que hubiera conocido los diez años
anteriores de encuentros a cara de perro en los suburbios de
izquierdas. Había un fuerte deseo de recuperar esta unidad perdida
de la izquierda, que en aquel momento se combinaba con el creciente
temor al nazismo.
En
1936, por primera vez, los tres partidos de izquierdas, con algunas
excepciones a nivel local, acordaron no enfrentarse unos a otros en
la segunda ronda de elecciones; en otras palabras, asegurarse de que
fuera un bloque de izquierdas el que ganara. Y, en la mayoría de los
casos, esto supuso que fuera la candidatura socialista, que se
situaba a medio camino entre los radicales y los comunistas, la que
constituyera el compromiso más aceptable. Y, de este modo, para
sorpresa de todos, los socialistas de Blum se erigieron por primera
vez como el partído único más importante de Francia, y, al menos
numéricamente, el partido dominante dentro de la coalición del
Frente Popular. Todo el mundo, incluídos la mayoría de los
socialistas, habían creído que serían los radicales lo que
dominarían.
Blum
sabía perfectamente quiénes eran los comunistas: habían sido su
principal objetivo durante muchos años. Pero deseaba profundamente
alcanzar la solidaridad de la izquierda, la cooperación mutua y
poner fin al desagradable cisma existente dentro de la izquierda.
Blum era el hombre perfecto para actuar, no solo de mascarón de
proa, sino de portavoz de esta unidad.
¿Qué
tenía exactamente Blum que le permitía desempeñar este papel tan
bien desde un punto de vista, pero tan denostadamente desde otro?
Blum
era un crítico de teatro judío procedente de Alsacia, con un timbre
de vos muy agudo. Era más intelectual que la mayoría de los
intelectuales y nunca renunció a sus usos, por ejemplo en la
indumentaria: sus anteojos, polainas, etcétera. Era enormemente
popular entre las masas campesinas del sur, donde representaba al
viejo electorado de Jean Jaurès, y también en su tierra, entre los
mineros y ferroviarios.
A nivel
personal, resulta que Blum era, de una forma poco habitual,
carismático. Era tan evidentemente honesto, lo que decía lo creía
tan sinceramente, estaba tan claro que no pretendía ser otra cosa
que lo que era, que en realidad resultaba bastante atractivo y
aceptado como era. Su estilo -que para nosotros podría parecer un
tanto romántico y repulido para lo que se estila en política,
especialmente en la izquierda- era considerado como la prueba de que
la izquierda tenía un líder de clase. Y, por supuesto,
profundamente odiado por los comunistas, por un lado, y por la
derecha francesa, por el otro.
Blum
era también la única persona que entendía que su partido, el
Partido Socialista, tenía que continuar siendo una fuerza política
en Francia. Si los socialistas abandonaban el marxismo y trataban de
convertirse en una especie de partido socialdemócrata al estilo del
norte de europa, acabarían sencillamente por fundirse en el ya
existente Partido Radical, con cuya base social tenían tanto en
común. Por otro lado, los socialistas no podían competir con los
comunistas como partido revolucionario y antisistema. De manera que
Blum se esforzaba por mantener el equilibrio entre aparentar que
lideraba un partido revolucionario comprometido con el derrocamiento
del capitalismo y funcionar en la práctica como lo más parecido a
un partido socialdemócrata que tenía Francia.
La
estrategia comunista se basaba en la asunción de que los radicales
ganarían y formarían un benévolo gobierno de centroizquierda que
no daría miedo a nadie y sería por tanto un sólido líder de la
República, pero al que podrían presionar hacia una política
exterior prosoviética. Pero en cambio se encontraron con un gobierno
socialista, dirigido por un hombre que estaba al menos retóricamente
comprometido con transformar la administración de Francia, su
estructura institucional y sus políticas sociales. La jefatura
comunista no estaba en absoluto interesada en llevar a cabo un cambio
radical en Francia que sirviera a los intereses de la Unión
Soviética.
Blum
tenía problemas. La fragilidad de su coalición constituía un
verdadero obstáculo. Los radicales no estaban prácticamente por
ninguna política innovadora y los comunistas solo deseaban cambios
en política exterior. No querían crear dificultades domésticas que
pudieran debilitar al gobierno. Su misión era mantener en el poder a
un gobierno de izquierdas y dirigir su política exterior hacia los
intereses soviéticos. Los socialistas estaban por tanto solos en sus
demandas e iniciativas parlamentarias en pro de una limitación de la
jornada laboral, reformas coloniales, el reconocimiento de los
sindicatos en las fábricas, las vacaciones pagadas, etcétera.
Blum no
sabía mucho de economía. Carecía en gran medida de información
sobre conceptos como la financiación del déficit, la inversión
pública, etcétera. Por consiguiente, hacía poco en este sentido,
lo que desagradaba a ambas partes. La derecha le veía como
excesivamente aventurero; la izquierda se sentía decepcionada por
sus respuestas tan poco imaginativas. Él se sentía abrumado.
Al
mismo tiempo, Blum también tenía problemas para encontrar aliados
en el extranjero. España también tenía un gobierno del Frente
Popular, pero estaba bajo la amenaza de un golpe militar. Blum, pese
a sus simpatías personales, hizo poco por ayudar. Le preocupaba
hasta el extremo de la paranoia perder el apoyo británico, lo que
explica su renuencia a prestar ayuda a la República de España."
(174-181)
"Y
luego estaba la guerra civil europea, que iba tomando forma en los
debates parisinos, la doctrina soviética, los discursos de Hitler y
Mussolini. Todo esto parecía reflejarse en el cristal de España. En
toda Europa interesaba a la izquierda y la derecha por igual afirmar
que dentro del conflicto español el comunismo estaba desempeñando
una función fundamental, mientras que en realidad la presencia
comunista solo empezó a importar una vez que Stalin declaró su
apoyo a los republicanos, en octubre de 1936. El resto de la
izquierda estaba internamente dividida, e incluso en el favorable
relato de Orwell fue políticamente incompetente y militarmente
marginal.
De modo
que el conflicto español se convirtió en un conflicto intelectual,
político y militar europeo, en gran parte debido a la
reinterpretación que se hizo de él en el extranjero: el comunismo
contra el fascismo, trabajadores contra capitalistas, Cataluña
contra Madrid, los jornaleros sin tierras del sur contra los pequeños
propietarios de la clase media rural del oeste del país, o las
regiones fuertemente católicas contra otras mayoritariamente
anticlericales. Los comunistas españoles reivindicaron un papel
central, cuando inicialmente fue solo periférico; los socialistas
locales y el centro republicano no podían mejorar su puja, sobre
todo porque con el paso del tiempo necesitaron desesperadamente
contar con toda la ayuda disponible.
El
precio que los defensores no comunistas de la República pagaron por
la ayuda soviética fue un aumento de la influencia comunista en las
áreas que entonces ellos controlaban. Entretanto, dentro de las
regiones bajo el control republicano, había distritos que se
convirtieron en virtualmente autónomos, dirigidos por comunistas,
socialistas o anarquistas. Era como una especie de revolución dentro
de la revolución: a veces verdaderamente radical, a veces
consistente solo en que los comunistas se hacían con el control
local para suprimir la competencia de izquierdas." (183)
"Dejemos
por un momento las comodidades de París y el desafío de España.
Aquella fue la época de los juicios ejemplarizantes en Moscú, el
momento culmen del Terror. Durante el transcurso de la década de
1930, lo que estaba ocurriendo en la Unión Soviética en términos
de magnitud y represión era incomparablemente pero que cualquier
cosa que se estuviera haciendo en la Alemania nazi. Los
soviéticos estaban matando de hambre a millones de personas cuando
Hitler llegó al poder; durante el Gran Terror de 1937 y 1938,
ejecutaron a otras 700000 personas. Como mucho, al régimen nazi se
le puede responsabilizar de unas diez mil muertes antes de la
guerra.
Para
empezar, la Alemania nazi todavía era en algunos sentidos una
especie de Rechtsstaat, por extraño que pueda parecer. Tenía
leyes. Puede que no fueran leyes muy atractivas, pero en tanto no
fueras judío, comunista, disidente o discapacitado, no tenías por
qué entrar en conflicto con ellas. La Unión Soviética también
tenía leyes: pero cualquiera podía incurrir en su
incumplimiento por el mero hecho de ser catalogado como enemigo. De
modo que, desde la perspectiva de la víctima, la URSS producía
mucho más temor -en la medida que era menos predecible- que la
Alemania nazi.
Después
de todo, deberíamos recordar que un número muy considerable de
ciudadanos de países democráticos viajaron a la Alemania nazi y no
encontraron nada de malo en ella. De hecho, quedaron bastante
encantado con sus éxitos. Sin duda, también muchos viajeros
occidentales que visitaron la Unión Soviética resultaron engañados.
Pero la Alemania nazi no tenía que fingir otra cosa. Era lo que era,
y a mucha gente le gustaba.
La
Unión Soviética, en cambio, era una gran desconocida y sin lugar a
dudas no se correspondía con la descripción que hacía de ella
misma. Pero mucha gente necesitaba creer en su autodefinición como
patria de la revolución, incluidas unas cuantas de sus víctimas.
Actualmente no sabemos cómo catalogar a los muchos observadores
occidentales que aceptaban los juicios ejemplarizantes, minimizaban
(o negaban) las hambrunas en Ucrania, o creían todo lo que les
contaban sobre productividad y democracia, y sobre la grandiiosa y
nueva Constitución soviética de 1936.
Pero no
olvidemos que la gente que sabía todo lo que había que saber a
menudo también creía estas cosas. Tomemos, por ejemplo, las
memorias de Eugenia Ginzburg: la llevan al gulag, pasa por todas las
peores prisiones de Moscú, la envían en tren a Siberia. Allí no
solo se encuentra con otras víctimas como ella, mujeres que se
mantienen firmes en su fue y que están convencidas de que debe de
haber una lógica y una justicia tras su sufrimiento; sino que ella
misma permanece fiel a un cierto ideal comunista. El sistema,
insiste, puede haberse descarriado, pero todavía puede arreglarse.
Esta capacidad -esta honda necesidad- de pensar bien en el proyecto
soviético estaba tan profundamente arraigada en 1936 que incluso sus
víctimas no perdieron la fe.
Pero
creo que la otra cosa que debemos recordar si queremos encontrarle
sentido a los juicios ejemplarizantes, al menos con anterioridad a
1940, es que incluso sus críticos en Occidente carecían de puntos
de comparación. Lo que faltaba era un ejemplo histórico a través
del cual captar la importancia de los hechos contemporáneos.
Paradójicamente, cuanto más liberal era el observador y más
democrático su país, más difícil resultaba encontrarle sentido a
la conducta de Stalin. Seguramente, un observador occidental podría
pensar que la gente no confiesa haber cometido crímenes terribles a
menos que haya cierta verdad en la acusación.
Al fin
y al cabo, si uno se declara culpable ante un tribunal inglés o
estadounidense, ahí acaba la historia. Así que, si los hombres a
quienes Stalin estaba acusando se declaraban culpables con tanta
rapidez, ¿quiénes somos nosotros, en Inglaterra o en Estados
Unidos, para expresar escepticismo? Sería necesario contemplar a
priori la hipótesis de que todos habían sido previamente
torturados. Pero esto a su vez implicaba que la Unión Soviética
debía ser moral y políticamente corrupta, un sistema dedicado no a
la revolución social sino a la preservación del poder absoluto. Si
no ¿por qué iba a hacer esas cosas? Pero albergar esos pensamientos
en 1936 requería un grado de lucidez e independencia que era
bastante poco frecuente.
De
hecho era muy extraño que un europeo de fuera de la URSS presenciara
realmente el peor de los crímenes soviéticos y luego volviera a
Europa a contarlo. Me viene a la mente por ejemplo el amigo de
Koestler en Járkov, Alexander Weissberg, que, al igual que
Koestler, fue testigo de la hambruna en Ucrania y luego se
vio arrastrado en una de las redadas anteriores al Terror. Wiessberg
sobrevivió por los pelos: fue uno de los prisioneros intercambiados
entre soviéticos y alemanes en 1940. Como consecuencia de ello,
acabó en Polonia, sobrevivió al Holocausto y escribió sus propias
memorias sobre el Terror, un correctivo a la novela de su amigo
Koestler.
Bueno,
es como el caso de Margarete Buber-Neumann, que publicó su
Prisionera de Stalin y Hitler en 1948.
Buber-Neumann
y wessberg formaron parte de la misma remesa que fue enviada fuera de
la Unión Soviética por el NKVD y entregada directamente a la
Gestapo.
No
es solo que mucha gente creyera en el sistema incluso después de
haber sufrido la represión en la Unión Soviética. Es que, en
general, aquellos que fueron castigados estaban bastante seguros de
que había habido algún tipo de error. Y si crees eso, solo puede
ser porque piensas que el sistema en sí es fundamentalmente sólido.
Tú eres víctima de un error judicial mientras que tus compañeros
de prisión seguramente sí que han delinquido. Ves tu propio caso
como excepcional, y eso parece rescatar a las víctimas del sistema
universal.
Cabe
señalar lo diferente que es todo esto de la situación de los
internos en los campos de concentración nazis: ellos saben
perfectamente que no han hecho nada y que han sido encarcelados por
un régimen criminal. A buen seguro, esto no mejora sus posibilidades
de supervivencia, ni ciertamente alivia en nada el sufrimiento. Pero
hace mucho más fácil ver claro y contar la verdad.
Y, a la
inversa, la experiencia del comunismo deja a sus supervivientes
intelectuales especialmente preocupados por sus propias creencias,
más que por los delitos mismos: visto en retrospectiva, es esta
lealtad ilusoria la que explica su trauma, más que todo lo que han
sufrido a manos de sus carceleros. El título de las memorias de
Annie Kriegel -Ce que j'ai cru comprendre ('Lo que yo creí
entender')- lo expresa perfectamente. Es esa sensación de continuo
autointerrogatorio: ¿lo entendí yo mal?, ¿qué es lo que yo
entendía?, ¿qué vi y què dejè de ver? En resumen, ¿por qué no
veía con claridad?" (187-189)
"La
Segunda Guerra Mundial no puede circunscribirse en realidad a seis
años. No tiene ningún sentido establecer el inicio de lo que
entendemos por Segunda Guerra Mundial el día que Inglaterra declara
la guerra a Alemania, o cuando Alemania invade Polonia, que sigue
siendo arbitrario. Para los europeos del Este no tiene sentido fijar
el fin de la historia en mayo de 1945. Limitar el relato al período
comprendido entre 1939 y 1945 solo es aplicable en países que no se
vieron tan afectados por los Frentes Populares, por la ocupación, el
exterminio o por la reocupación ideológica o política en años
posteriores. Lo que significa que es una historia que solo tiene
sentido en el caso de Inglaterra.
La
experiencia de Europa del Esta comienza con la ocupación, con los
años de exterminio, con el enfrentamiento germano-soviético. La
historia francesa no tiene ningún sentido si separamos Vichy de lo
que vino después, porque gran parte de lo que vino después fue
consecuencia de recordar o recordar mal Vichy. Y Vichy no tiene
sentido si no se entiende la guerra civil de facto en la que Francia
se encontró inmersa desde el Frente Popular hasta el ataque alemán.
Toda la historia está matizada por la Guerra Civil española, que
finaliza en abril de 1939, pero en realidad es clave para nuestra
comprensión, no solo de los propósitos soviéticos, sino de las
respuestas occidentales. Y esa historia tiene que empezar, como la
del Frente Popular, con la victoria de la izquierda en las elecciones
de 1936." (209)
"Vichy
supuso un trauma cataclísmico en un sentido que no creo que yo fuera
capaz de calibrar del todo entonces. Nosotros los angloamericanos no
podemos, pienso yo, llegar a imaginar lo que debió de suponer para
aquella generación de franceses ver, no solo la derrota, sino el
final de la República. El país se derrumbó no solo institucional,
sino moralmente, en todos los aspectos. Ya no había una República,
solo gente que salía corriendo. Había viejos políticos
republicanos a quienes la idea, no solo de una victoria alemana, sino
del levantamiento comunista que pensaban que resultaría de ello, les
producía pavor. Por tanto, corrieron a echarse en brazos de los
alemanes, o de Pétain, o de quienquiera que pudiera salvarles de
aquello. Había combatientes -Pétain, Weygand y el resto de
participantes en la Primera Guerra Mundial que eran íconos en la
Francia de entreguerras- que hacía cola para darles a los alemanes
todo lo que pidieran. Y todo esto pasó en solo seis semanas.
El
final de la guerra no fue mucho mejor. La Segunda Guerra Mundial para
Francia representó cuatro años de ocupación seguidos de unos pocos
meses de liberación, que básicamente consistieron en bombardeos
americanos y lo que parecía una toma del poder en Francia por parte
de Estados Unidos. No hubo tiempo para digerir el significado de todo
esto. Entre las dos guerras, la nación había adquirido
artificialmente un nuevo papel de gran potencia. Estados Unidos se
había retirado y aislado; Inglaterra se había semiaislado; España
se había derrumbado internamente; Italia estaba bajo Mussolini;
Alemania había caído en el nazismo: Francia era la única potencia
democrática importante que quedaba en Europa.
A
partir de 1945, esa historia se vino abajo. Los franceses necesitaban
reconstruir su comunidad, dar sentido a sus divisiones y reafirmar
sus valores comunes. De alguna forma, necesitaban encontrar no solo
algo de lo que estar orgullosos, sino una historia alrededor de la
cual el país pudiera unirse. Pero este sentimiento, estrechamente
ligado al espíritu de la Resistencia y la liberación, fue
rápidamente desplazado por la sensación de que la recuperación
francesa dependía de la restauración de europa, algo que no podía
conseguirse sin la protección y la ayuda estadounidense. Pero esta
era la perspectiva de una élite administrativa reducida y bien
informada.
Los
intelectuales seguían siendo decididamente antieuropeos o, en el
mejor de los casos, 'aeuropeos'. La mayoría de ellos (Raymond Aron
constituye la excepción más conocida) veía los planes para una
unificación o integración europea como un complot capitalista. Ya
al mismo tiempo se mostraban no menos antiamericanos: la recién
descubierta hegemonía de Estados Unidos les parecía poco más que
una conquista imperial, o pero, una victoria alemana por otros
medios. Para estas personas, Francia había tenido la desdicha
añadida de quedar atrapada en el lado equivocado de la Guerra Fría.
Esta es
la razón por la que Francia puso tanto énfasis en la neutralidad.
Muy pocos creían de verdad que Francia pudiera ser neutral en una
guerra entre la Unión Soviética y Estados Unidos, o Inglaterra.
Pero existía un sentimiento ampliamente compartido de que Francia
debería ser, en la medida de lo posible, neutral en los
conflictos entre las grandes potencias, sencillamente porque no tenía
ningún interés en ellos. La desconfianza hacia Gran Bretaña estaba
bastante generalizada por la destrucción de la flota francesa por
parte de los ingleses durante la guerra y los acuerdos secretos entre
Londres y Washington posteriores a la guerra -acuerdos que Francia
siguió descubriendo a posteriori-. Así que entre la conciencia
resentida de que Francia ya no podría 'marchar sola', y la
desconfianza frente a los nuevos 'amigos' del país, muchos
intelectuales tanto de izquierdas como de derechas inventaron de
hecho un mundo de postguerra a su propia imagen: un mundo adaptado a
sus ideas e ideales pero que no se correspondía mucho con la
realidad internacional." (211, 212)
"Hay
tres maneras de continuar siendo un crítico enérgico de todo el
proyecto soviético mantenerse en la extrema izquierda. La primera y
menos importante era lo que Perry Anderson llamaba el marxismo
occidental: los intelectuales oscuros de la izquierda marxista
alemana, italiana, francesa o inglesa que habían sido derrotados por
el comunismo oficial pero continuaban autoproclamándose portavoces
de un cierto tipo de marxismo internamente coherente, radical: Karl
Korsch, György Lukács, Lucien Goldmann y, el más importante y
ligeramente diferente, Antonio Gramsci. Pero todos ellos eran gente
como Rosa Luxemburg, cuya imagen también fue resucitada en aquellos
años, y el propio Trotsky: tenían la extraordinaria virtud de ser
perdedores. Estar en el lado vencedor de la historia constituyó la
baza ganadora de la Unión Soviética desde 1917 a 1956: a partir de
entonces, los perdedores empezaron a ser mejor vistos. Al menos
tenían las manos limpias. El redescubrimiento de estos disidentes
individuales -ya fueran disidentes oficiales o encubiertos, entre los
cuales Karl Korsch era el más marginal y Gramsci el más relevante-
se convirtió para académicos e intelectuales en una manera de
situarse en una línea de disidencia respecto a un marxismo
respetable. Pero esta recién descubierta genealogía se produjo al
precio de separarse de la verdadera historia del siglo XX.
La
segunda y ligeramente más importante manera en la que se hizo
posible pensar que uno estaba adelantando al comunismo desde la
izquierda era identificarse con el Marx joven. Esto implicaba
compartir el renovado aprecio y énfasis por la faceta de Marx el
filósofo, Marx el hegeliano, Marx el teórico de la alineación. Los
escritos de Marx hasta principios de 1845, principalmente los
Manuscritos de economía y filosofía de 1844, pasaron
entonces a situarse en el centro del canon.
Ideólogos
del partido como Luis Althusser fueron los que empuñaron la garrota
en contra de esta postura, insistiendo hasta el absurdo en que había
una ruptura epistemológica en el marxismo, en que todo lo que Karl
Marx escribió antes de 1845 no era en realidad 'marxista'. Pero la
ventaja de redescubrir al joven Marx era que proporcionaba un
vocabulario completamente nuevo, lo que llevó a un lenguaje más
difuso: accesible a los estudiantes y utilizable para unas categorías
revolucionarias nuevas y sustitutorias -las mujeres, los gais, los
propios estudiantes, etcétera-. Estas personas ahora podían ser
fácilmente insertadas en la narrativa pese a no tener ningún
vínculo orgánico con el proletariado obrero.
El
tercer, y por supuesto más importante, factor fue la Revolución
china y las revoluciones campesinas que estaban en marcha en
Centroamérica, Sudamérica, el este y el oeste de África y el
sureste de Asia. Parecía que el centro de gravedad de la historia se
había desplazado del oeste e incluso de la Unión Soviética a unas
sociedades inequívocamente agrícolas. Estas revoluciones coinciden
con el florecimietno de estudios agrícolas y sobre la revolución
rural en el oeste de Europa y en Estados Unidos. El comunismo
campesino de Mao presentaba una virtud distintiva: podía otorgársele
el significado que uno prefiriera. Por otra parte, Rusia era europea,
mientras que China era 'el Tercer Mundo': una consideración de
creciente importancia para una generación más joven, para quienes
Europa y Norteamérica era una causa perdida para la izquierda."
(217, 218)
"La
postura en favor de la privatización, que fue tomando forma en las
décadas de 1970 y 1980, y la postura en favor de la economía de
efecto cascada en Estados Unidos, adoptaron la retórica de los
derechos humanos. El derecho a la libre empresa, se argumentaba, es
un derecho más, tan importante y puro como esos otros derechos que
a nosotros nos preocupan y que son importantes y puros. Y parece que
en este sentido se produjo una especie de mutuo ennoblecimiento,
según el cual el mercado se presentaba no solo como un determinado
tipo de sistema económico, sino también como ejemplo de un tipo de
libertad representada por aquellos pobres disidentes de Rusia y
otros países de Europa del Este.
El
vínculo es Hayek. Recuerda, el argumento de Hayed en defensa del
mercado sin restricciones nunca fue principalmente económico. Fue
una cuestión política basada en su experiencia durante el período
de entreguerras del autoritarismo austríaco y la imposibilidad de
distinguir entre las diversas formas de libertad. Desde una
perspectiva hayekiana, no se puede preservar un derecho A
sacrificando o poniendo en riesgo un derecho B, por más que a uno le
beneficie hacerlo. Antes o después perderá ambos.
Esta
visión de las cosas se retroproctó cómodamente en las
circustancias de la Europa Central comunista: constituyó un
permanente recordatorio de que la pérdida de derechos políticos es
consecuencia inmediata de transigir con la libertad económica. Y
esto a su vez reforzaba convenientemente la visión Reagan-Thatcher,
en el sentido de que el derecho a hacer cualquier cantidad de dinero
sin ninguna cortapisa por parte del Estado forma un contínuum
indisoluble con el derecho a la libertad de expresión.
Quizá
convenga recordar que esto no es lo que pensaba Adam Smith. Y
ciertamente no era tampoco la visión de la mayoría de los
economistas neoclásicos. Sencillamente, jamás se les habría
ocurrido suponer una relación necesaria y permanente entre las
formas de vida económica y todos los demás aspectos de la
existencia humanda. Ellos consideraban que la economía se
beneficiaba de las leyes internas así como de la lógica del interés
humano; pero la idea de que la economía puede por sí sola
satisfacer todos los propósitos de la existencia humana les hubiera
resultado peculiarmente insensata. La defensa durante el siglo XX del
libre mercado tuvo unos orígenes centroeuropeos (austríacos) muy
concretos, relacionados con la crisis de entreguerras, y con la
peculiar interpretación que Hayek hizo de ella. Esta interpretación
y sus implicaciones han sido retroproyectadas a Europa Central, en
una forma exagerada y destilada, a través de Chicago y Washington.
Para esta peculiar trayectoria, por supuesto, los comunistas tienen
que asumir una responsabilidad indirecta pero básica." (237,
238)
"Poder
invocar a Hitler, Auschwitz o Múnich nos reporta cierta ventaja. Al
menos de esta manera, el presente apelaría al pasado en lugar de
ignorarlo. En la actualidad hacemos esto de una forma mal planteada y
cada vez más constraproducente; pero al menos lo hacemos. No se
trata de abandonar estos ejercicios; se trata de hacerlo de una forma
más sensibilizada con la historia y mejor informada.
Un
problema curiosamente relacionado con ello es la americanización del
Holocausto, la creencia de que los estadounidenses fueron a Europa a
luchar porque los alemanes estaban matando a los judíos, cuando en
realidad no tuvo nada que ver en ello.
Desde
luego. Tanto Churchill como Roosevelt tenían buenos motivos para
mantener la cuestión de los judíos guardada bajo siete llaves. Dado
el antisemitismo de la época en ambos países, cualquier sugerencia
de que 'nosotros' estábamos luchando contra los alemanes para salvar
a los judíos podría haber resultado contraproducente.
Exacto.
La cosa resulta completamente diferente cuando te das cuenta que -no
hace tanto- Estados Unidos era un país en el que habría sido
difícil movilizar a la gente para luchar contra el Holocausto.
Así
es, y esto es algo que a la gente no le gusta pensar de sí misma. Ni
Gran Bretaña ni Estados Unidos hicieron mucho por los sentenciados
judíos de Europa; Estados Unidos ni siquiera entró en la guerra
hasta diciembre de 1941, momento para el cual el proceso de
exterminio ya estaba bien avanzado.
Casi
un millón de judíos habían muerto ya para cuando los japoneses
bombardearon Pearl Harbor. Cinco millones para cuando se produjo el
desembarco de Normandía. Los estadounidenses y los británicos
sabían del Holocausto. No solo porque contaban con informes de
inteligencia de los polacos desde casi inmediatamente después de que
se usaran por primera vez las cámaras de gas. Los británicos
tenían transmisiones de radio decodificadas sobre las campañas de
fusilamientos en el este y también telegramas decodificados con las
cifras de Treblinka.
Tal vez
podríamos recordar estas cifras: sería un excelente ejercicio de
educación cívica y autoconocimiento nacional. A veces estas cifras
revelan una historia que preferimos olvidar.
Hace
unos años publiqué una reseña de la obra de Ernest May sobre la
historia de la caída de Francia. A lo largo de aquel artículo,
enumeraba el alcance de las bajas francesas durante las seis semanas
de combate que siguieron a la invasión alemana de mayo de 1940, que
fueron de unos 112000 soldados franceses (por no hablar de civiles):
una cifra que supera las bajas estadounidenses en Vietnam y Corea
juntos, y una tasa de muertes más alta que la que Estados Unidos
haya sufrido nunca. " (264, 265)
"Pero,
volviendo a la historia y sus propósitos, ¿son la historia y la
memoria análogas? ¿Son aliadas? ¿Son enemigas?
Son
hermanastras, y por eso se odian mutuamente a la vez que lo mucho que
comparten les hace inseparables. Además, están obligadas a pelearse
por una herencia que no pueden ni rechazar ni dividir.
La
memoria es más joven y más atractiva, mucho más predispuesta a
seducir y ser seducida, y por tanto hace muchos más amigos. La
historia es la otra hermana: algo adusta, poco atractiva y seria, más
dada a retirarse que a participar en la charla ociosa. Y por eso
políticamente es ma menos solicitada del baile, el libro que se
queda ahí, en la estantería.
Ahora
bien, ha habido muchos que -con la mejor de las intenciones- han
borrado y confundido a estas hermanas. Estoy pensando, por ejemplo,
en esos intelectuales judíos que apelan al inveterado énfasis judío
en la memoria: el zakhor. Estos subrayan que el pasado de un
pueblo apátrida siempre corre peligro de ser utilizado por otros
para sus propios propósitos y que por tanto les corresponde a los
judíos recordarlo. Está muy bien y yo simpatizo un tanto con eso.
Pero en
este momento el deber de recordar el pasado se confunde con el propio
pasado: el pasado judíos se refunde con aquellos fragmentos del
mismo que resultan útiles a la memoria colectiva. Y entonces,
independientemente del magnífico trabajo de varias generaciones de
historiadores judíos, la memoria selctiva del pasado judío (de
sufrimiento, exilio, victimización) se mezcla con la narrativa
recordada de la comunidad y se convierte en historia en sí misma. Te
quedarías sorepndido de cuántos judíos cultos que conzco creen en
unos mitos sobre su 'historia nacional' que les resultarían
inasumibles si se tratara de mitos comparables sobre Estados Unidos,
Inglaterra o Francia.
Estos
mitos han adquirido el carácter de datos oficiales para la
justificación del abierto apoyo al Estado de Israel. No se trata de
un defecto exclusivamente judío: el pequeño país de Armenia, o
Estados balcánicos modernos como Grecia, Serbia y Croacia, por
nombrar solo tres, han surgido a partir de realtos mitolóticos
similares. En este sentido, las sensibilidades afectadas hacen que la
tarea de entender correctamente su historia real resulte casi
imposible.
Pero yo
creo profundamente en la diferencia entre la historia y la memoria;
permitir que la memoria sustituya a la historia es pelighroso.
Mientras que la historia adopta necesariamente la forma de un
registro, continuamente reescrito y reevaluado a la luz de evidencias
antiguas y nuevas, la memoria se asocia a unos propósitos públicos,
no intelectuales: un parque temático, un memorial, un museo, un
edificio, un programa de televisión, un acontecimiento, un día, una
bandera. Estas manifestaciones mnemónicas del pasado son
inevitablemente parciales, insuficientes, selectivas; los encargados
de elaborarlas se ven antes o después obligados a contar verdades a
medias o incluso mentiras descaradas, a veces con la mejor de las
intenciones, otras veces no. En todo caso, no pueden sustituir a la
historia.
Por
tanto, la exposición del Museo en memoria del Holocausto de
Washington no registra ni responde a la historia. Constituye una
memoria elaborada selectivamente al servicio de un fin público
loable. Podemos aprobarlo en abstracto, pero no deberíamos
engañarnos en cuanto al resultado. Sin la historia, la memoria es
susceptible de un mal uso. Pero si se parte de la historia, la
memoria cuenta entonces con una plantilla o guía con referencia a la
cual puede funcionar y ser evaluada. Las personas que han estudiado
historia del siglo XX pueden visitar el Museo del Holocausto; pueden
pensar en lo que les están mostrando, evaluarlo dentro de un
contexto más amplio y someterlo a un análisis crítoc. En este
caso, el Museo sirve a un propóstio útil, al yuxtaponer los
recurdos que guarda con el conocimiento de la historia que estas
personas tienen. Pero los espectadores que solo saben lo que les
están mostrando suelen estar (y la mayoría lo están) en
desventaja: dado su desconocimiento del pasad, se les está dando ya
digerida una versión que no están en posición de evaluar."
(266, 267)
"Mi
primera esposa era maestra de primaria. Hace muchas décadas ya, en
una ocasión me invitó a enseñar la Revolución francesa a sus
alumnos de nueve años. Tras darle algunas vueltas al tema -yo no
tenía ninguna experiencia comparable con alumnos de primaria- llevé
una pequeña guillotina al aula y comencé la clase cortándole la
cabeza a María Antonieta. Después de eso, me di cuenta de que
habían asimilado la historia narrativa de la Revolución francesa
bastante bien, con la ayuda de unos pocos recursos visuales.
De modo
que, de mi experiencia tanto con alumnos de tercero de primaria como
con estudiantes universitarios de Berkeley, la Universidad de Nueva
York, Oxford y otros lugares, he aprendido una cosa. Es
universalmente cierto que la gente joven que todavía no sabe
historia prefiere que se la enseñen de la forma más convencional y
directa. ¿Cómo si no iban a entenderla? Si empiezas a enseñarla al
revés, comenzando por sus significados y rifirrafes interpretativos
más profundos, nunca la entenderán. No quiero decir que se deba
enseñar de una forma aburrida sino meramente convencional.
Dicho
esto, reconozco que aquí interviene otro asunto. Para enseñar
historia de una forma convencional, necesitas un conjunto de
referencias respecto a las que exista un consenso razonable en cuanto
a qué es la historia convencional que vas a enseñar."
(269)
"En
la batalla de Stalingrado, el Ejército Rojo perdió más soldados de
los que Estados Unidos ha perdido -contando soldados y civiles- en
todas las guerras norteamericanas del siglo XX." (296)
"A mi me parece que el
nacionalismo estadounidense nunca ha desaparecido. Creemos que
vivimos en un mundo globalizado, pero eso es porque pensamos
económica y no políticamente. De modo que no sabemos muy bien qué
hacer con actuaciones que de forma tan evidente no vienen marcadas
por la globalización o incluso la economía. Aquí se produce una
paradoja interesante. Estados Unidos es el menos globalizado de todos
los países desarrollados. Es el que está menos expuesto al iimpacto
inmediato de las comunicaciones internacionales, los movimientos
internacionales de población, o incluso las consecuencias de los
cambios internacionales en cuanto a moneda y comercio. Aunque todo
ello afecta enormemente a la economía estadounidense, la mayoría de
los estadounidense en realidad no experimentan la vida como algo
internacional, ni relacionan sus circunstancias personales o locales
con acontecimientos transnacionales.
De modo que los
estadounidenses rara vez se topan con una moneda extranjera, ni se
consideran afectados por la relación del dólar con otras divisas.
Esta perspectiva provinciana tiene una consecuencias políticas
inevitables, tanto para sus votantes como para sus representantes."
(305)
"El nacionalismo
estadounidense está muy estrechamente ligado a la política del
miedo: recordemos las Leyes de Extranjería y Sedición de la década
de 1970, los Know-Nothings
del siglo XIX, el temor a los outsiders
que caracterizó los años posteriores a la Primera Guerra Mundial,
el macartismo y, sin ir más lejos, los años Bush-Cheney. Todos
ellos constituyen ejemplos de aquellos momentos en los que el debate
público estadounidense combina la sensibilidad ultranacionalista
ante las influencias y ofensas externas y una voluntad de absoluto
desacato a la Constitución, tanto en el espíritu como en la letra."
(306)
"Por
así decirlo de otra forma: la planificación es una propuesta del
siglo XIX, llevada a cabo en su mayor parte en el siglo XX. De modo
que gran parte del siglo XX, al fin y al cabo, consiste en llevar a
la práctica, en experimentar, las formas de responder a la
Revolución Industrial y la crisis de la sociedad de masas planteadas
en el siglo XIX. Las ciudades de gran parte del occidente y el norte
de Europa habían crecido exponencialmente digamos entre 1830 y 1880.
Así, a finales del siglo XIX, había ciudades por toda Europa que
habían alcanzado un tamaño que sus hab itantes de cincuenta años
no habrían podido ni imaginar en su niñez. El nivel del crecimiento
urbano había superado con mucho el nivel de la acción estatal. Y
por tanto la idea de que el Estado debía intervenir en la producción
y el empleo se desarrolló muy rápidamente en el último tercio del
siglo XIX." (217)
"En
Inglaterra, el debate se centra en realidad en la política. Aquí, y
solo aquí, la amenaza de una clase trabajadora insurrecta
prácticamente se murió en la década de 1840. El movimiento
cartista de aquella década no es el principio del radicalismo
laborista británico; es el fin de la historia. Gracias a él, el
Reino Unido podía presumir de un proletariado de masas, pero ya
organizado y domeñado a través de los sindicatos y, finalmente, de
un partido político de base sindical, el Partido Laborista. La idea
de que este gran movimiento sindical podía albergar cualquier tipo
de aspiración revolucionaria hacía tiempo que estaba agonizando."
(319)
"La
mayoría de las justificaciones intelectuales para un Estado del
Bienestar un tanto rudimentario estaban ya expuestas antes de la
Primera Guerra Mundial. Muchas de las personas que iban a desempeñar
un papel clave en su introducción tras la Segunda Guerra Mundial ya
eran adultas y trabajaban en esta u otras áreas relacionadas antes
de la Primera Guerra Mundial. Esto
fue así no solo en Inglaterra sino también en Italia (Luigi
Einaudi) y Francia (Raoul Dautry).
También
se produjeron algunos logros institucionales significativos antes de
la Primera Guerra Mundial en Alemania y en Inglaterra. Los gobiernos
de Lloyd George-Asquith de 1908 a 1916 introdujeron toda una serie de
reformas, esencialmente en relación con las pensiones y el seguro de
desempleo. A las pensiones se las seguía llamando 'Lloyd George'
incluso en mi época. Pero estas reformas dependían de los
impuestos: ¿cómo si no iban a pagarse estas prestaciones? Por otra
parte, en muchos países solo el gasto sin precedentes de la guerra
en sí pudo traer consigo el equivalente de un impuesto gradual sobre
la renta en todos los Estados europeos más importantes, debido a que
el sistema tributario y la inflación de la guerra generaban los
recursos que hacían un Estado del bienestar menos caro en relación
con el gasto total del gobierno.
La
Primera Guerra Mundial aumentó en gran medida el gasto del gobierno,
y también el modelo de control gubernamental de la economía, la
gestión gubernamental del trabajo, la gestión gubernamental de las
materias primas, el control de la salida y entrada de productos,
etcétera. Además, los franceses trataron de estabilizar la
vertiginosa caída de su moneda y reducir el gasto público; los
británicos volvieron al patrón oro a mediados de los años veinte y
trataron de deflactar para superar la crisis económica de la
postguerra. En los demás
lugares, incluso aquellos países que habían avanzado bastante hacia
un cierto Estado del bienestar social se vieron constreñidos a
mantener beneficios y pagos bajo un estricto control. Los
niveles alcanzados poco después del armisticio no serían superados,
salvo por unas pocas excepciones a nivel local, durante las dos
décadas siguientes.
(...)
Antes
de la Primera Guerra Mundial, Keynes era un joven catedrático de
Cambridge. Sus relaciones personales a menudo fueron homosexuales, y
estaba estrechamente relacionado con el emergente grupo de Bloomsbury
de Londres. Las deliberadamente iconoclastas hermanas Stephen
-Vanessa Bell y Virginia Woolf- le profesaban una absoluta
admiración. Y por supuesto, la mayoría de los varones de Bloomsbury
también le querían: no solo era brillante, ingenioso y atractivo,
sino que como figura pública su ascenso estaba siendo muy rápido.
Durante y después de la
Primera Guerra Mundial desempeñó una alta función en el
Tesoro-donde se fue haciendo unas opiniones cada vez más críticas
sobre las finanzas públicas británicas- y luego fue enviado a
Versalles para participar en las negociaciones de los tratados de la
postguerra. Al poco tiempo de su regreso escribió su brillante
panfleto crítico sobre el tratao y sus probables consecuencias y se
convirtió en una figura de renombre internacional. Así, en 1921,
con treinta y tantos años y sin haber escrito su innovadora Teoría
general
todavía, Keynes ya era famoso.
Y sin embargo, al igual que Beveridge, no cabía duda de que Keynes
era un hombre formado en el siglo anterior. En primer lugar, y como
muchos de los mejores economistas de generaciones anteriores, desde
Adam Smith a John Stuart Mill, Keynes era ante todo un filósofo que
había acabado tratando con datos económicos. Si las circunstancias
hubieran sido distintas, bien podría haber sido un filósofo; de
hecho, en sus años de Cambridge escribió algunos textos propiamente
filosóficos, si bien con un cierto sesgo matemático.
Como
economista, Keynes siempre se consideró a sí mismo seguidor de la
tradición decomonónica del razonamiento económico. Alfred Marshall
y los economistas que seguían a J. S. Mill habían asumido que la
condición por defecto de los mercados, y por ende de la economía
capitalista en general, era la estabilidad. De modo que las
inestabilidades -ya fuera la depresión económica, o los mercados
distorsionados, o la interferencia gubernamental- debían verse como
parte del orden natural de la vida económica y política; pero no
necesitaban ser teorizadas como parte de la naturaleza necesaria de
la actividad económica en sí.
Incluso
antes de la Primera Guerra Mundial, Keynes ya estaba empezando a
escribir contra ese supuesto; después de la guerra, siguió haciendo
más o menos lo mismo. Con
el tiempo llegó a la postura de que la condición por defecto de una
economía capitalista no podía entenderse sin la inestabilidad y las
ineficiencias inevitablemente asociadas a ella. La asunción
económica clásica de que el equilibrio y los resultados lógicos
eran la norma, y la inestabilidad y la impredicibilidad, la excepción
se invirtió.
Es
más, según la nueva teoría de Keynes, lo que quiera que causara la
inestabilidad no podía abordarse desde una teoría que era incapaz
de tener en cuenta dicha inestabilidad. La
innovación fundamental aquí es comparable a la paradoja de Gödel:
expresado en términos más actuales, no se puede esperar que los
sistemas resulevan sus problemas sin intervención. Por tanto, los
mercados no solo no se autorregulan de acuerdo con una hipotética
mano invisible, sino que en realidad acumulan distorsiones
autodestructivas con el tiempo.
El
planteamiento de Keynes representa un elegante y simétrico corolario
a la afirmación de Smith en La
teoría de los sentimiento morales.
Smith sostenía que el capitalismo en sí mismo no genera los valores
que hacen posible el éxito; los hereda del mundo precapitalista o no
capitalista, o bien los toma prestados (por decirlo así) del
lenguaje de la religión o la ética. Valores como la confianza, la
fe, la creencia en la fiabilidad de los contratos, la
asunción de que el futuro mantendrá los compromisos pasados,
etcétera, no tienen nada que ver con la lógica de los mercados
perse, pero
son necesarios para su funcionamiento. A esto Keynes añadió el
argumento de que el capitalismo no genera las condiciones sociales
necesarias para su propio sustento.
(...)
Detengámonos
por un momento en Keynes. La Primera Guerra Mundial y especialmente
su experiencia en las negociaciones del tratado de Versalles, amén
de su pequeño libro sobre la Paz, le convierten en lo que es. Pero
luego está el libro de 1936, la Teoría
general, uno de
los textos más importantes de economía del siglo XX. ¿Seguirías
manteniendo la tesis de que dicho libro representa un desarrollo
ulterior de las ideas previas de Keynes o vamos a tener que debatir
el crac de 1929 y la Gran Depresión que le siguió?
No
infravaloremos el impacto de la década de 1920. Keynes estaba
escr5ibiendo bastante prolíficamente por entonces, y algunos de sus
escritos que luego serían refundidos en la Teoría
general ya
había aparecido antes de que empezara la Depresión. Bastante
antes de 1929 él ya se había replanteado, por ejemplo, la relación
entre la política monetaria y la economía. Y, por supuesto, Keynes
fue un crítico implacable del patrón oro mucho antes de que los
países empezaran a abandonarlo tras la conferencia de Ottawa. Él
veía que atenerse a un patrón oro privaba a los Estados de la
capacidad de devaluar las monedas en caso necesario.
Por otra parte, Keynes ya tenía perfectamente claro mucho antes de
1929 que la economía neoclásica no tenía respuesta al problema del
desempleo. Los economistas neoclásicos, por decirlo llanamente,
pensaban que la multitud de pequeñas decisiones todas por los
consumidores y los productores en pos de sus propios fines genera una
lógica más amplia en la economía misma. De este modo, la oferta y
la demanda encuentran un cierto equilibrio y los mercados son a la
larga estables. Enfermedades aparentemente sociales como el desempleo
son, de hecho, formas pasajeras de información económica que
permiten el buen funcionamiento de la economía en general.
La
convicción de Keynes de que esta era una descripción incompleta de
la realidad obedecía principalmente a lo que había observado en las
crisis del desempleo británica y alemana de principios de la década
de 1920. El consenso neoclásico era partidario de la pasividad
gubernamental ante los problemas económicos. Keynes supo ver ya
entonces lo que otros observaría durante la Gran Depresión: la
respuesta convencional -deflación, presupuestos ajustados y espera-
ya no era tolerable. Desperdiciaba demasiados recursos sociales y
económicos y lo más probable era que causara profundos trastornos
políticos en el mundo de la postguerra. Si el desempleo no era el
precio necesario a pagar por unos mercados de capital eficientes,
sino simplemente una patología endémica del capitalismo de mercado,
¿por qué aceptarlo? Esta pregunta ya estaba planteada en los
escritos de
Keynes mucho antes de 1929.
La
teoría general
de 1936 pone el poder estatal, fiscal y monetario en el centro del
pensamiento económico, en lugar de verlos como excrecencias del
cuerpo de la teoría economíca clásica. Esta revisión de dos
siglos de literatura económica resumía la propia obra de Keynes a
partir de 1920, con el añadido fundamental de aportaciones de sus
alumnos, especialmente
richard Kahn, de Cambridge, y su hallazgo del 'multiplicador':
gracias a Kahn y otros, Keynes se convenció de que los gobiernos
podían en efecto intervenir contracíclicamente y con un efecto
duradero. No había ninguna ley que obligara a aceptar los desajustes
económicos.
De
modo que la obra magna de Keynes de 1936 refundió completamente el
pensamiento macroeconómico sobre la política gubernamental. Y lo
importante fue esta refundición, más que la teoría en sí. Una
nueva generación de responsables políticos dispuso entonces de una
lenguaje y una lógica en la que basar la defensa de la intervención
estatal en la vida económica. La obra de Keynes fue por tanto tan
ambiciosa e influyente, como
gran narrativa de la forma en la que funciona el capitalismo, como
cualquiera de las grandes obras del siglo XIX a las que contradecía."
(320-325)
"Friedrich Hayek ya estaba trabajando en lo que luego
articularía más en profundidad en su libro de 1945 Camino de
servidumbre. En él, Hayek argumenta que cualquier intento
de intervenir en el proceso natural del riesgo de mercado, y de
hecho, en una de las versiones de su teoría, tiene garantizado
producir resultados de autoritarismo político. Y su referencia es
siempre la Europa Central germanohablante. Hayek argumenta que lo que
el Estado del bienestar del Partido Laborista, o de la economía
keynesiana, tiene de malo en cuanto a sus implicaciones políticas es
que desemboca en el totalitarismo. No es que la planificación no
pueda funcionar económicamente, sino que a cambio habrá que pagar
un precio político demasiado alto." (326)
"La tasa de crecimiento de las economías maduras siempre se ha
considerado relativamente baja. Los economistas clásicos y
neoclásicos entendían que el crecimiento económico rápido es lo
que se produce en las sociedades atrasadas cuando experimentan una
transformación rápida. De este modo, cabe razonablemente esperar un
rápido crecimiento económico en la Inglaterra de finales del siglo
XVIII, cuando pasa de una base agraria a una base industrial, al
igual que en la Rumania de 1950, a un ritmo ciertamente más forzado,
aunque no tanto, cuando pasa de una sociedad rural atrasada a una
sociedad industrial primitiva altamente productiva.
Las tasas de crecimiento en las sociedades industrializadas solían
ser del 7 o el 9 por ciento, bastante parecidas a las que hoy tiene
China. Lo que esto indica es que las altas tasas de crecimiento
económico no siempre son señal de prosperidad, estabilidad o
modernidad. Durante mucho tiempo se consideraron rasgos
transicionales. La tasa de crecimiento típica en la Europa
Occidental de finales del siglo XIX y principios del XX se había
estabilizado en un ritmo bastante regular, y los tipos de interés
eran relativamente bajos y se mantuvieron así. La razón por la que
las tasas de crecimiento económico fueron tan altas en la década de
1950, y por la que los economistas se dejaron obnubilar por ellas
como medida de éxito y estabilidad, se debió a la anterior
catástrofe económica.
Dicho esto, deberíamos recordar que la Teoría general de
Keynes se basaba en 'empleo, interés y dinero'. El desempleo era la
preocupación tanto para británicos y estadounidenses como para los
belgas de la Europa continental. Pero el desempleo no era en realidad
el punto de partida teórico para los analistas franceses o alemanes,
mucho más preocupados por la inflación. El interes que Keynes
despierta en los responsables políticos europeos no radica tanto en
lo que dice sobre el empleo en sí como en su teoría sobre el papel
del gobierno a la hora de estabilizar las economías mediante medidas
contracíclicas, como el gasto del défict durante la recesión. Esto
implicaba no solo unas medidas para mantener a la gente empleada,
sino unas medidas para mantener la moneda estable y asegurar que los
tipos de interés no fluctuaran descontroladamente y destruyeran el
ahorro. De manera que el empleo, que ocupa un papel clave en el
pensamiento inglés y estadounidense, no constituye una obsesión
universal en el continente. La estabilidad sí." (328, 329)
"George Marshall había sido jefe del Estado Mayor del ejército
de Esados Unidos durante la guerra, y en 1947 fue nombrado secretario
de Estado. Cuando Marshall viaja a Moscú en marzo de 1947 fue
nombrado secretario de Estado. Cuando Marshall viaja a Moscú en
marzo de 1947, va haciendo paradas en distintas capitales europeas.
Sabe que el Partido Laborista británico se está quedando sin aire
tras dos años de frenética actividad legislativa. En Francia, cada
gobierno es más débil que el anterior, lo que culmina con el
colapso de la coalición de izquierdas en la primavera de 1947. En
Italia, los comunistas podían haber ganado unas elecciones libres
(las de 1948 acabaron inclinándose hacia los democristianos gracias
al apoyo papal y estadounidense). En Checoslovaquia ya lo habían
hecho. A los comunistas les estaba yendo muy bien en lugares como
Bélgica, e incluso por un breve período de tiempo, en Noruega.
Europa Occidental no tenía en abosluto garantizado alcanzar las
tierras altas y soleadas', por emplear la frase de Churchill, de la
década de 1950 y 1960. El breve período de prosperidad inmediato a
la postguerra había remitido, y las economías estaban sufriendo los
efectos de la escasez de productos y de divisas extranjeras. No había
medios para comprar lo que necesitaban, a menos que lo hicieran ellas
mismas, y la mayoría no lo hacían. No podían pedir prestados
dólares, y el dólar era cada vez más la moneda internacional.
Incluso economías como las de Alemania Occidental o Bélgica, que en
realidad estaban empezando a recuperarse, se veían estranguladas por
la escasez de reservas de divisas.
Alan Milward sostiene que Europa estaba sufriendo las consecuencias
de su propio éxito: el incipiente despegue económico de la
postguerra -especialmente la recuperación industrial de Alemania
Occidental y los Países Bajos- estaba creando cuellos de botella que
a su vez empezaban a reintroducir el desempleo. Esto era, por
supuesto, consecuencia del emprobrecimiento de Europa, que ya no era
capaz de impulsar su propia recuperación económica, ni siquiera a
niveles tan bajos, y dependía completamente de la moneda extranjera
y las materias primas importadas.
Así que, desde este punto de vista, el Plan Marshall se limitó a
abrir una válvula que estaba bloqueada. Pero esto no le resta un
ápice de importancia. Fue, principalmente -y esto se nos olvida a
menudo-, una respuesta política, no económica. La opinión en
Washington era que Europa carecía hasta tal punto de autoconfianza
política que sería incapaz de recuperar su economía y caería
presa bien de la irrupción comunista o bien de una vuelta al
fascismo. Yo destacaría esto último: en el caso alemán, sobre
todo, los observadores temían seriamente un resurgimiento nostálgico
de las simpatías nazis.
La idea de que era necesario salvar económicamente a Europa si no
quería correrse el riesgo de que se derrumbara políticamente no
resultaba un planteamiento muy novedoso. Pero sí lo era la idea de
que la forma en la que se podía salvar a Europa Occidental y Central
consistía en hacerla responsable de su propia recuperación, pero
facilitándose los medios para ello. El hecho de si esto obedecía o
no a una estrategia inteligente e interesada por parte de Estados
Unidos constituye otro debate. Bien podría ser así, tanto a corto
plazo -dado que gran parte del dinero del Plan Marshall revertía a
Estados Unidos en forma de gastos, compras, etcétera- como a largo
plazo, dado que servía para estabilizar a Europa y ganarse un
importante aliado occidental." (332, 333)
"La legislación a la que nos referimos cuando hablamos de la
llegada de los Estados de bienestar comienza en la mayoría de los
países en 1944 o 1945, de modo que Marshall no guarda relación con
esto (aunque hay que señalar que la administración Truman por lo
general apoyó las reformas del bienestar europeas como
estabilizadores democráticos). El ideal parte de la Resistencia, o
de partidos de izquierdas de la postguerra, o incluso de la
democracia cristiana. El Estado de bienestar no es fundamentalmente,
excepto en Escandinavia, obra de los socialdemócratas.
Pero yo volvería a subrayar aquí lo que antes dije sobre la
planificación: había una tendencia común con muchas variantes
diferentes. El enfoque variaba de un país a otro, como también el
método de financiarlo. Una vez entró en funcionamiento, el Plan
Marshall ayudó incuestionablemente a cubrir los costes iniciales de
estos Estados del bienestar; pero deberíamos recordar que el plan
solo duró cuatro años y la ayuda no se invirtió en su mayoría en
servicios sociales.
Entonces, la reacción común europea quizá quede mejor
expresada en la cooperación económica, más que en el Plan
Marshall.
El Plan Marshall implicaba un sistema de pagos internacionales
diseñados para garantizar que los países beneficiarios no se
limitaran a coger su parte y disponerse a arruinar a sus vecinos. Era
estrictamente un fondo conceptual, en virtud del cual podías obtener
préstamos utilizando como garantía un inexistente banco de pagos y
luego devolverlos con las ganancias que hubieras obtenido del
comercio con otro país. Se trataba de un sistema muy sencillo, pero
requería de una cooperación comercial evitando a la vez las
subvenciones y el proteccionismo.
No es sencillo demostrar la conexión -es difícil rebobinar e
imaginar cómo habría sido la historia de la postguerra sin el Plan
Marshall-, pero yo creo que está claro que el mero hecho de este
tipo de cooperación técnica, pese a venir impuesta por Washington,
demostró que, en un continente en el que hasta hacía muy poco se
habían dedicado a destruirse los unos a los otros, se podía
cooperar. Y no solo cooperar, sino competir y colaborar conforme a
unas reglas y normas acordadas. Esto habría sido impensable en
fechas tan próximas en el tiempo como la década de 1930.
¿Es correcto pensar que se debe principalmente a una especie de
efecto secundario intencionado del Plan Marshall o en realidad había
ya algunos europeos -franceses, alemanes, belgas- ...
... que se habían estado planteando...
...
desde hacía un tiempo estas cosas, por adelantado?
La
buena noticia es que los había. La mala es que muchos de ellos había
corrompido el patrimonio de la colaboración económica porque se
habían mostrado más que dispuestos a aceptar los términos
impuestos por los teóricos nazis y fascistas de la unión 'europea'.
Por
tanto, algunos de los que dirigían la Francia de Vichy se
convertirían después de la guerra en los principales planificadores
de la Francia gaullista o republicana. Algunos
de los jóvenes y brillantes economistas que participaron activamente
en la administración de la economía de Alemania Occidental durante
la postguerra habían ocupado puestos de rango mediio como
responsables de la política económica en la Alemania nazi. Muchos
de los jóvenes que rodeaban a Pierre Mendès France, o Paul-Henri
Spaak en Bélgica,
o Luigi Einaudi en Italia, habían ejercido como asesores técnicos
en materia de comercio, inversión, industria o agricultura para los
gobiernos fascistas u ocupados durante la guerra.
Lo
que había unido a estos innovadores de mentalidad reformista había
sido el culto a la planificación europea que a tantos jóvenes
burócratas atrajo en los años de entreguerras. La propia palabra
'Europa' -Europa unida, el plan europeo, la unidad económica
europea, etcétera- fue ligeramente sospechosa durante los primeros
diez años posteriores al fin de la guerra debido a su asociación
con la retórica nazi de una Europa más racional que sustituyera a
la Europa democrática de entreguerras, recordada como ineficaz. Esta
retórica había alcanzado su punto álgido con la introducción de
la 'Nueva Europea' de Hitler en 1942 como base oficial para la
colaboración en todos los países ocupados.
Esta
es una de las razones por las que los escandinavos y de modo especial
los ingleses se mostraban comprensiblemente recelosos de la
palabrería en torno a la unidad europea en el período inmediato a
la derrota de Hitler. La otra
fuente de escepticismo era la relación que la 'Europa unida', la
'unidad europea' y similares habían tenido con la Europa católica
en particular. Los seis ministros de Asuntos Exterioires que firmaron
la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, la fundación de la
cooperación económica europea institucionalizada, eran católicos:
de Italia, Francia, gran parte de la Alemania Occidental católica y
los países del Benelux. Esto podía presentarse -y a menudo lo era-
como una maniiobra católica europea para reconstruir estos países
en torno a una especie de modelo colaborativo económico
neocorporativista." (334-336)
"El
paso del tiempo influyó de otra manera. La lógica de los Estados
del bienestar transgeneracionales era dificil de ver por adelantado.
Una cosa es decir que garantizaremos que todo el mundo tenga trabajo
y otra muy distinta decir que garantizaremos que todo el mundo cobre
una pensión. Esta diferencia queda claramente precisamente en la
década de 1970. En esa década había menos gente con trabajo y los
ingresos fiscales estaban descendiendo, por lo que los costes de
crecimiento de los servicios sociales llegaron a convertirse en una
seria preocupación: cada vez más personas estaban llegando a la
edad de cobrar sus prestaciones por tanto tiempo esperadas. De modo
que los Estados del bienestar de la postguerra colisiionaron con el
fin del boom de la
postguerra que ellos había contribuído a crear, y el resultado fue
el descontento de la década de 1970.
Igualmente importante es el problema de la inflación. La mayor
parte de los keynesianos de la postguerra no estaban muy interesados
en la inflación o el riesgo asociado de una deuda estatal en
permanente ascenso. Habían aceptado que el pleno empleo era el
objetivo, y el gasto público el medio, sin captar del todo que la
política contracíclica funciona en ambos sentidos: en las épocas
buenas se supone que debes hacer recortes. Pero es muy difícil
reducir el gasto público. Y de este modo aumenta la inflación.
Obviamente, no era tan sencillo. Los orígenes de la inflación de
la década de 1970 siguen siendo debatidos: algunos fueron
seguramente externos -como la subida de los precios del petróleo-.
Pero la combinación de recesión e inflación resultó
descorazonadora y, en gran medida, imprevista. La consecuencia fue
que daba la impresión de que los gobiernos gastaban cada vez mayores
sumas de dinero para conseguir cada vez menos objetivos." (337)
"La
combinación del recuerdo de la Gran Depresión, la experiencia del
fascismo, el temor al comunismo y el boom
de la postguerra es la que hizo posible la socialdemocracia incluso
en sociedades bastante grandes como las de Francia, Alemania
Occidental, Gran Bretaña o Canadá, que es una sociedad grande en
cuanto a tamaño físico, aunque no social. Yo no acepto del todo
este contraargumento -la historia fue más complicada y las
motivaciones más duraderas- pero lo respeto." (349)
"Sin
embargo, lo maravilloso de la construcción de los Estados del
bienestar fue que el principal beneficiario fe la clase media
(en el sentido europeo, en el que se incluye a la élite profesional
y cualificada). Fue la clase media cuya renta se vio súbitamente
liberada, porque tuvo acceso a
una escolaridad gratuita y a una asistencia sanitaria también
gratuita. Fue la clase media la que adquirió una verdadera seguridad
privada a través de la provisión pública de seguros, pensiones,
etcétera. El Estado de bienestar crea la clase media en este
sentido, y la clase media entonces defiende el Estado del bienestar."
(356, 357)
"Pero
existe otra dimensión. El gobierno chino actual está retirándose
de la vida económica salvo a niveles estratégicos, basándose en
que una máxima actividad económica de cierto tipo es claramente
benficiosa a corto plazo para China y que regularla con otros
propósitos que no sean los de mantener alejada a la competencia no
beneficiaría a nadie. Al
mismo tiempo, es un Estado autoritario, censor y represivo."
(357)
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