Tortella, G. (2006) Los orígenes del siglo XXI Madrid: Ed. Gadir
1era Guerra Mundial
“Ambos
contendientes calcularon que la guerra sería breve; pero, tras una
serie de duros enfrentamientos y un punto muerto en 1915, a finales
de ese año y en 1916 hubo una serie de cambios políticos de
alcance. El primer acontecimiento de gran trascendencia política,
sin embargo, había tenido lugar inmediatamente después de
declararse la guerra en el verano de 1914. Los partidos socialistas
en los países beligerantes apoyaron a sus gobiernos, rompiendo así
con la solidaridad internacionalista a la que se habían comprometido
en varios congresos internacionales. Especialmente importante fue la
famosa declaración de los socialistas alemanes a favor de la defensa
de su país y en apoyo de los planes del gobierno para financiar la
guerra el 4 de agosto de 1914, que provocó una escisión en el
propio partido (de Rosa Luxemburgo y otros izquierdistas) y una
fuerte condena por parte de la extrema izquierda europea, en
particular de Lenin, que publicó su famosa diatriba contra el
‘renegado Kautsky’. Esta decisión de los socialistas alemanes
les proporcionó ventajas que pronto se convertirían en permanentes,
ya que gracias a ella adquirieron una respetabilidad a los ojos del
público y de los grupos gobernantes de la que antes habían
carecido. Esto fue un paso importante en su camino al poder. Aunque
no entraron en el gobierno, los socialistas pasaron a formar parte
del apoyo parlamentario al gobierno alemán desde el comienzo de la
guerra.
Algo
parecido ocurría en el bando opuesto. En un encuentro entre
socialistas almenajes y franceses en julio de 1914, para determinar
una actitud común ante la inminencia del estallido, pronto se echó
de ver que tanto unos como otros se inclinaban por apoyar lo que
consideraban la defensa de su país. El socialismo europeo se
escindió siguiendo las fronteras nacionales y, en sus respectivos
países, los partidos políticos establecidos, que en la paz se
habían esforzado por excluirlos del poder, durante la guerra
hicieron esfuerzos en el sentido opuesto; en el de atraerlos al
gobierno para que compartieran las decisiones difíciles e
impopulares que todo esfuerzo bélico conlleva y para obtener así el
apoyo de los trabajadores y soldados a quienes representaban. En
Inglaterra, el jefe liberal, Hebert H. Asquith, amplió su gobierno
en 1915, en el que entró, por primera vez en la historia inglesa, un
laborista, Arthur Henderson; a finales de 1916, Lloyd George, tras
reemplazar a Asquito al frente de los liberales, formó un gobierno
de concentración nacional en el que incluyó a tres socialistas, con
Henderson en el restringido y decisorio gabinete de guerra; en
Francia, René Viviani, ex socialista, incorporó a su gobierno, nada
más comenzar las hostilidades, a varios socialistas. Más tarde,
Aristide Briand (otro ex socialista) formó un gobierno de coalición
en octubre de 1915. En 1917 Georges Clemenceau, el viejo radical,
accedió a la jefatura de lo que se llamaría ‘el gobierno de la
victoria’. En Alemania, en 1917, el káiser, ante la presión
socialista, anunció la introducción del sufragio universal en
Prusia, uno de los puntos programáticos de la izquierda.” (238,
239)
“… cambió la actitud
hacia el trabajo de la mujer: ellas sustituyeron en fábricas y
oficinas a los hombres que habían marchado al combate, demostrando
su capacidad y haciendo que los movimientos de reivindicación
femenina ganaran legitimidad a los ojos del público. La frecuente
alianza del movimiento feminista con los partidos de izquierda sin
duda contribuyó a aumentar la respetabilidad del feminismo a medida
que la ganaban los socialistas. Una de las más importantes victorias
políticas de las feministas fue el sufragio. Las mujeres lo lograron
primero en Nueva Zelanda (1893) y Australia (1902); los primeros
países europeos donde lo obtuvieron fueron Finlandia (1906) y
Noruega (1913). Tras la Guerra Mundial se estableció ya en muchos
países, como Canadá y Gran Bretaña (1918), Alemania, Austria,
Polonia y Checoslovaquia (1919), Estados Unidos y Hungría (1920),
etc.” (240)
Rusia
“… el crecimiento
económico de ese país fue fulgurante durante los años que
siguieron a la Revolución de 1905, merced sobre todo a las reformas
agrarias de Piotr A. Stolypin en 1906 y a que la industrialización
había comenzado ya antes gracias a la política de Serguei Y. Witte
a finales del siglo XIX. Pero el camino que quedaba por recorrer
hasta alcanzar la madurez económica era largo; en vísperas de la
guerra el 85% de la población rusa seguía siendo campesina …”
(242)
“Los primeros años
fueron los más difíciles. El Partido Bolchevique tenía poca
representación entre el pueblo ruso, por ser una minoría de
revolucionarios profesionales, muy capaces, sí, pero con pocas
raíces en el país. La única manera que tenían de mantenerse en el
poder era llevando a cabo una política que satisficiera a una
fracción mayoritaria de la población, es decir, a los campesinos y
a los soldados, grupos que en gran parte se solapaban. De ahí la
astuta doble iniciativa de Lenin: de una parte, proclamó la llamada
smichka, es decir, la unidad de los obreros y los campesinos;
de otra, prometió la paz.
La smichka implicaba
el principio de ‘la tierra para quien la trabaja’: era la reforma
agraria ‘burguesa’, que no abolía la propiedad, sino que la
distribuía entre los pequeños agricultores. Esto era lo que
ansiaban los campesinos rusos desde tiempo inmemorial. La reforma de
Stolypin había abolido los nexos feudales y comunales, pero no había
efectuado una redistribución de la tierra. La smichka dio
lugar a una situación caótica en el campo, pero brindó a los
bolcheviques un apoyo campesino que duró varios años.” (245)
“¿cómo se explica que el
gobierno comunista fuera capaz de ganar la guerra civil y salir de
ella fortalecido? Hay tres respuestas fundamentales: de un lado, la
extraordinaria capacidad, unida a una voluntad implacable, del puñado
de bolcheviques que constituían el gobierno; de otro, el apoyo
campesino a los comunistas, no porque compartieran sus doctrinas,
sino porque les habían dado acceso a la propiedad de la tierra y
habían puesto fin a la guerra contra Alemania; los campesinos no
luchaban por el comunismo, sino, muy al contrario, por conservar en
paz la propiedad de sus tierras recién adquiridas; y, por último,
el sentimiento antizarista de la mayoría de la población, que
identificaba, no sin razón, a los ‘blancos’ (quienes combatían
a los ‘rojos’) con el odiado régimen autocrático zarista.”
(247, 248)
“Otro legado de Lenin a
la Unión Soviética y al mundo fue la III Internacional. El
desencanto de la extrema izquierda con los partidos socialdemócratas
a raíz de su colaboración en la Gran Guerra hizo que desde muy
pronto pensaran Lenin y los suyos en crear una III Internacional (la
I, la de Marx, duró sólo unos pocos años; la II, fundada en 1889
por Engels, es la Internacional socialdemócrata). La ocasión de
fundar la Internacional Comunista llegó en 1919; la Comintern, la
III Internacional, agrupo a los recién nacido partidos comunistas,
generalmente alas izquierdas escindidas de los partidos socialistas.
Con sede en Moscú, fue un instrumento clave en la política exterior
de la Unión Soviética, ya que el peso relativo del Partido
Comunista Ruso, con el gobierno de la Unión Soviética detrás, era
infinitamente mayor …” (253)
Período entre guerras
“Alemania no llegó a ser
invadida por los aliados y su capital físico apenas se vio afectado.
Sin embargo el esfuerzo bélico dejó a su economía en situación
crítica. La guerra había sido financiada con deuda pública, en
parte colocada en el banco central a cambio de papel moneda. La
suspensión de la convertibilidad oro del marco había permitido un
gran aumento de la circulación monetaria, que, unido a las
escaseces, provocó fuertes alzas de precios y empobreció a grandes
sectores de la población. Aunque la inflación se moderó en los
años siguientes a la guerra, la situación se complicó
extraordinariamente por el problema de las reparaciones fijadas por
los aliados en el tratado de paz que siguió el armisticio y que más
adelante veremos.” (257)
Keynes (1963) Essais in
persuasión
“Movido por una engañosa
demencia y un desconsiderado egoísmo, el pueblo alemán destruyó
los fundamentos sobre los que vivíamos y construíamos. Pero los
representantes de los pueblos francés y británico están a punto de
completar la ruina que Alemania empezó, por medio de una paz que, si
se lleva a efecto, atacará aún más, en lugar de reparar, la
organización compleja y delicada, ya debilitada y destrozada por la
guerra, que los pueblos de Europa necesitan para trabajar y vivir.”
(258)
“El tratado de Paz de
París tuvo una serie de subtratados: Saint-Germain con Austria,
Trianon con Hungría, Sèvres con el Imperio otomano, Neully con
Bulgaria, Versalles con Alemania. Los términos fueron muy duros para
Alemania. Para empezar, la elección del Palacio de Versalles para
presentar a Alemania las condiciones de paz no era en absoluto
casual. Fue en Versalles, en el mismo salón de los espejos en que se
firmó el tratado, donde cuarenta y siete años antes, tras derrotar
a Francia, se había proclamado el nuevo Imperio Alemán y se habían
dictado unas durísimas condiciones de paz al humillado rival, con
una fuerte indemnización en metálico al vencedor y la cesión de
Alsacia-Lorena. Evidentemente, Georges Clemenceau, el anciano primer
ministro francés, a quien llamaban El Tigre por su implacable
energía, estaba decidido a que Francia se cobrara una doble factura:
el desquite largamente debido de la guerra Franco-Prusiana, y las
cuentas de la Gran Guerra. El premier inglés, Lloyd George,
había ganado la llamada ‘elección kaki’ prometiendo a los
electores que Alemania pagaría la factura de la guerra. Las otras
dos delegaciones, la estadounidense y la italiana, no se opusieron a
la actitud vengativa de sus aliados. De modo que los reunidos en
Paris no tardaron en ponerse de acuerdo en que Alemania, siendo la
gran responsable de la guerra, debía pagar unas enormes
reparaciones. La comisión creada al efecto actuó en virtud de las
instrucciones que le daban los gobiernos y, por lo tanto, estableció
unas cifras fuera de toda proporción: unos 33.000 millones de
dólares, cuatro veces por encima de lo que los economistas creían
posible.
La capacidad de pagar de un
país es algo extraordinariamente elástico. Estrictamente hablando,
Alemania hubiera podido pagar más de lo que se le exigía; se ha
dicho incluso que, proporcionalmente, la reparación que Alemania
había exigido y obtenido de Francia en 1871 era mayor; pero los
aliados olvidaban que, en las circunstancias del momento, las cifras
que se exigían a Alemania eran excesivas. En primer lugar, Alemania
estaba económicamente postrada tras el esfuerzo bélico, y su
capacidad productiva muy dañada por la guerra, la inflación, las
confiscaciones y las amputaciones territoriales impuestas por los
propios aliados; en segundo lugar, para efectuar los pagos que se le
exigían, Alemania necesitaba alcanzar una serie de superávits en su
balanza de pagos, normalmente en su balanza comercial, para poder
transferir el excedente a sus acreedores. Sin embargo, el problema
para lograr ese superávit en la balanza comercial y de servicios
radicaba, de un lado, en que la capacidad productiva de Alemania
estaba muy dañada; y de otro, en que los aliados elevaban sus
barreras arancelarias para evitar precisamente la competencia
alemana.” (258, 259)
“La respuesta inmediata
de Alemania a las reparaciones exigidas en Versalles fue la protesta,
la morosidad en los pagos y el recurso al impuesto inflacionario (es
decir, financiar el déficit presupuestario recurriendo a la deuda
pública, pero la tendencia inflacionista se vio reprimida por los
controles de precios. Al acabar la guerra y relajarse los controles,
los precios siguieron subiendo, pero no de manera explosiva.
Probablemente, de no haber sido por la inestabilidad política y la
cuestión de las reparaciones; Alemania hubiera conseguido
estabilizar el marco poco después de la guerra, como muchos
esperaban. Pero ante las dificultades políticas se recurrió de
nuevo a la creación de dinero fiduciario para financiar el déficit
presupuestario (el gobierno temía aumentar los impuestos por la
impopularidad que ello le acarrearía) y para pagar las deudas
internacionales. Ello hizo que la inflación se agudizara en 1921 y
1922, de modo que, en el verano de este último año, Alemania pidió
oficialmente una moratoria en el saldo de su deuda internacional. En
respuesta, el gobierno francés, secundado por el belga, decidió
invadir la cuenca del Ruhr, rica y cercana, para incautarse
directamente de su producción y resarcirse con ella de lo que se le
debía. La respuesta alemana fue la resistencia pasiva: los
trabajadores del Ruhr dejaron de producir para no recompensar la
invasión, pero lo hicieron con la complicidad del gobierno alemán,
que siguió pagando sus sueldos. El déficit presupuestario se
multiplicó y el gobierno siguió financiándolo inflacionariamente:
los precios alcanzaron cifras astronómicas y el marco, ya muy
devaluado, se vino abajo completamente.
La hiperinflación alemana
de 1923 alcanzó tales magnitudes que se encuentra en todos los
libros de texto y ha sido estudiada como fenómeno único por
infinidad de economistas e historiadores. Basten unas pocas cifras:
el índice de precios se multiplicó por 270 millones entre enero y
noviembre de 1923; durante el año anterior se había multiplicado
por 76, lo que tampoco es ninguna tontería, porque implica una
inflación anual del 7600%. En 1914, 4,2 marcos equivalían a un
dólar; a mediados de 1922, para comprar un dólar hacían falta 500
marcos: se había por tanto devaluado la moneda alemana con respecto
a la estadounidense en esos ocho años en cerca de un 12000%. Pues
bien, en noviembre de 1923, un dólar valía 4,2 billones de marcos.
El sistema monetario había dejado de funcionar en Alemania. Fue
precisamente en noviembre de 1923 cuando tuvo lugar la estabilización
de la moneda alemana (…) También fue entonces cuando Hitler trató
de hacerse con el poder por medio del putsch de la cervecería
en Munich.” (260, 261)
Período entreguerras
“Tanto en los países que
habían sido beligerantes como en los que no, las organizaciones
obreras accedieron a parcelas cada vez más amplias de poder, por
medio de un aumento de la representación parlamentaria de los
partidos socialistas (gracias casi siempre a la introducción del
sufragio universal) y de un reconocimiento de los sindicatos como los
representantes legítimos de los trabajadores en el mercado laboral.
Esta reordenación de fuerzas políticas se reflejó en un avance muy
perceptible de la legislación social y laboral.” (268)
“El ritmo del cambio en
Estados Unidos fue diferente. Allí las transformaciones sociales e
institucionales que tuvieron lugar en los países europeos en los
años veinte se aplazaron hasta los treinta. En Estados Unidos el
Partido Socialista era testimonial, y el mayor sindicato (la American
Federation of Labor, AFL), claramente antisocialista. Varios factores
hacen que la situación estadounidense sea muy diferente de la
europea. En primer lugar, la clase obrera americana tenía un fuerte
componente de inmigrantes cuyas diferencias étnicas y culturales
hacían difícil la unidad de acción propia de un sindicato. Por
otra parte, se trata de un país muy extenso, con lo que era más
difícil organizar a escala nacional. En tercer lugar, predominaba en
Estados Unidos una mentalidad individualista y optimista, uno de
cuyos principios era que el trabajador honesto y capaz podía
alcanzar las cimas de la pirámide social o, al menos, tenía
asegurado un nivel de vida más que digno. Esta idea formaba y forma
parte del mítico ‘sueño americano’. En cuarto lugar, los
salarios y el nivel de vida general en Estados Unidos eran mucho más
altos que en Europa. (…)
Por todas estas razones, en
Estados Unidos, donde regía el sufragio universal masculino (si bien
con fuertes limitaciones, especialmente raciales, en el Sur) desde la
fundación del país, los votantes estaban volcados hacia los
partidos tradicionales (demócratas y republicanos) que, por otra
parte, tenían una proverbial latitud ideológica que podía dar
cabida a una mentalidad laborista reformista. En estas condiciones,
el Partido Socialista Americano (PSA), fundado en 1901 con la
intención de reproducir a sus homónimos europeos, fue siempre muy
minoritario. Durante la Guerra Mundial, mientras el PSA se opuso a la
guerra (Estados Unidos entró del lado de los aliados en abril de
1917), la AFL apoyó al gobierno (como hicieron los sindicatos en
casi todos los países beligerantes), aunque de poco le sirvió en la
posguerra, porque si la reacción antibolchevique produjo un reflujo
hacia la derecha en Inglaterra y Francia, el fenómeno palidece ante
la histeria que se produjo en Estados Unidos, conocida por los
historiadores como el ‘miedo a los rojos’ (red scare) de
1919. Los peores excesos de la extrema derecha conservadora tuvieron
lugar en Estados Unidos entonces. Desde linchamientos de supuestos
extremistas, hasta la deportación de inmigrantes extranjeros
pretendidamente subversivos a Finlandia en la llamada ‘arca
soviética’; el exceso más conocido fue la condena a muerte de los
anarquistas italianos Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti por un
delito que muy probablemente no había cometido. Aunque la histeria
colectiva fue cediendo más tarde, el ambiente de los veinte fue muy
poco propicio para una reforma semejante a la que estaba teniendo
lugar en Europa por entonces. La afiliación sindical declinó
durante el período.
Al desprestigio de la
izquierda contribuyó la prosperidad de los ‘felices años veinte
(the happy twenties) estadounidenses.” (271- 273)
“… el período de
entreguerras contempló el inicio de un proceso socioeconómico que
ha sido característico del siglo XX: el aumento del gasto público
en general y del gasto social (pensiones, seguro de desempleo, salud,
educación y vivienda social) en concreto. Para una muestra de 17
países (doce europeos occidentales más Estados Unidos, Canadá,
Japón Australia y Nueva Zelanda9 recogida por Tanzi y Schuknecht, si
el gasto público hacia 1870 estaba en torno al 11% del PIB, en 1913
estaba en el 13% y en 1937 en el 23%. El aumento había sido de diez
puntos porcentuales en 24 años. Por supuesto, tras la II Guerra
Mundial, el crecimiento sería mucho mayor, hasta alcanzar un 46%,
exactamente el doble que en 1937, en 1996. Con gran diferencia, el
mayor componente de este crecimiento ha sido ‘el aumento de gasto
social para la expansión de las actividades del Estado de Bienestar”
(273)
“Cuando, después de la
Gran Guerra, se planteaba en Europa el problema de restaurar el
sistema monetario, las dificultades fueron considerables. En la base
de todas ellas estaba el hecho de que la inflación bélica hubiera
disminuído el poder adquisitivo de las monedas y, además que esta
disminución hubiera sido diferente en unos países y otros, por lo
cual los tipos de cambio no eran los mismos que antes. Volver al
sistema exactamente en las mismas condiciones que en la preguerra
implicaba un esfuerzo deflacionario que se estimaba políticamente
muy costoso; sin embargo, como la inflación no había afectado a
todos los países igualmente, algunos, como Inglaterra, pensaban que
la vuelta a la paridad (la relación oro-libra esterlina) de
preguerra era posible; otros, en cambio, la veían virtualmente
imposible.
(…)”
(275)
Para muchos el cambio de
paridades era no sólo peligroso, sino inmoral, porque los europeos
se habían acostumbrado a vivir con una seguridad inmutable basada
en el sagrado valor del oro y la moneda. Ofrecer a los europeos de la
posguerra menos oro por sus billetes era considerado una especie de
estafa por parte de los poderes públicos, una frustración del deseo
profundo de los ciudadanos de recuperar el valor pleno de sus
ahorros. Si el sistema del patrón oro había funcionado tan bien, se
pensaba, era por su inmutabilidad, de la que se derivaba su
credibilidad. Si se modificaban las paridades de preguerra, ¿quién
aseguraba a ahorradores e inversores que no volverían a modificarse,
que no se convertiría lo inmutable en mutable? El público había
aceptado los billetes de banco porque sabía que eran convertibles a
voluntad en una determinada cantidad de oro: si esa equivalencia se
modificaba hoy, podría modificarse también en el futuro;
lógicamente, el público desconfiaría de los billetes y preferiría
atesorar oro. Estos temores sin duda resultaron exagerados, porque el
público se había ha acostumbrado a los billetes inconvertibles.
Pero las ventajas de la inmutabilidad del valor del dinero parecían
evidentes.
Otro aspecto del problema,
donde también se aunaban las cuestiones de moralidad y de riesgo,
era el de la competencia desleal. Si unos países restablecían la
convertibilidad por debajo de la paridad de preguerra, serían más
competitivos internacionalmente que los que la restablecieran a la
antigua paridad, y ello entrañaría un doble sacrificio para estos
últimos, que deberían rebajar aún más sus precios y salarios para
poder competir con los que habían rebajado sus monedas. La justeza
de este temor se vio confirmada por los problemas que tuvo Inglaterra
a partir de 1925.
Tratado de encontrar
solución a estas cuestiones se convocó una serie de conferencias
monetarias durante la posguerra. La Conferencia de Génova en 1922 se
ha citado siempre como la que consagró el patrón de cambios
oro. Un país practica el patrón de cambios oro cuando
admite como base monetaria (es decir, como activo justificativo de la
emisión de papel moneda) no sólo el oro, sino las divisas
convertibles en oro. Fue común durante la belle époque que
ciertos países trataran la libra esterlina como oro en el cómputo
de la base monetaria sobre la que emitían billetes sus bancos
emisores. Al fin y al cabo, ¿Qué más daba tener libras en la caja
del banco emisor o tener oro? El admitir las libras como base
monetaria simplemente evitaba el engorro de tener que enviarlas para
su conversión a Inglaterra y efectuar el transporte del oro desde
Inglaterra al país en cuestión.
Otra variedad de patrón
oro también muy empleada en el período de entreguerras fue el
llamado ‘patrón pintores oro’; según este sistema, la
convertibilidad oro de los billetes del banco central se mantenía,
pero sólo para cantidades muy grandes (lingotes), es decir,
solamente para unos pocos operadores. De esta manera se evitaba que
el público, en momentos de pánico, se agolpara ante el banco
central para transformar sus billetes en oro. Técnicamente, los
billetes eran convertibles en oro, pero el metal no se acuñaba ni
circulaba.”
(…)
Sin
embargo, la resolución de un problema conducía a otro, el peligro
del patrón de cambios oro radicaba en que la transmisión
internacional de una crisis podría hacerse de manera más rápida,
fulminante y peligrosa que con el patrón oro a secas. Veamos cómo:
supongamos que la caída del precio del café causara una crisis de
confianza en Brasil; los cuentacorrentistas brasileños acudirían a
los bancos a convertir sus cruzeiros en oro. Pero el Banco del Brasil
no tenía oro, sino escudos; enviaría por tanto a toda velocidad sus
escudos a Portugal a que el Banco de Portugal los convirtiese en oro.
El Banco de Portugal, a su vez, exigiría la conversión de sus
libras en oro en el Banco de Inglaterra para poder pagar en oro al
Banco del Brasil. Esto forzaría al Banco de Inglaterra a restringir
drásticamente su circulación de billetes, lo cual provocaría una
depresión en Inglaterra. Pero lo mismo habría ocurrido en Portugal,
que habría visto reducido su encaje por tener que enviar oro a
Brasil. De este modo, la depresión de Brasil afectaría a
Inglaterra, pasando por Portugal, y tendría grandes probabilidades
de transmitirse al resto del mundo, por la baja en las demandas
brasileña, portuguesa e inglesa. Esto es, muy simplificadamente, lo
que ocurrió durante la Gran Depresión.” (275 – 279)
Alemania
“La impresión que ha
predominado tradicionalmente era que los asalariados habían sido los
más perjudicados por la inflación, juntamente con los rentistas y
los acreedores en general. Sin embargo, la evidencia presentada por
Holtfrerich (1986) muestra que los sueldos reales de empleados y
trabajadores de cuello blanco sufrieron más durante la inflación
que los salarios de los trabajadores manuales en la industria, la
construcción y los servicios, y que incluso, en el caso de la
construcción, los salarios reales aumentaron. En total, por tanto,
fueron los salarios normalmente más bajos los que menos cayeron, de
modo que la distribución de la renta mejoró. Esta mejora de la
distribución, sin embargo, apenas fue advertida por los
beneficiarios, pero sí fue sentida en sus carnes por los
perjudicados. Ello contribuiría a explicar la desafección de las
clases medias y altas a la República de Weimar, y lo tibio del apoyo
de la clase obrera, actitudes que tanto se notaron en especial a
partir de 1929 y que tanto contribuyeron a la victoria nazi.” (281)
“Este miedo a la inflación
explica la pasividad de los medios financieros alemanes ante la
deflación de 1930-1933. Lo mismo puede decirse de los otros países
importantes, como Estados Unidos, Inglaterra o Francia, cuyas
autoridades monetarias no se atrevieron a seguir políticas
anticíclicas en los primeros momentos de la Gran Depresión y que,
cuando lo hicieron, las aplicaron de manera tímida e insuficiente.
En una palabra, la memoria de la inflación alemana contribuyó a
agravar el impacto de la depresión mundial ocho años más tarde.”
(281, 282)
“En general, las
inflaciones en los países de Europa Occidental fueron, aunque
fuertes, menos virulentas que en la mitad Oriental. En algunos de
ellos, como Holanda y los países escandinavos, o como la propia
Inglaterra, las alzas de precios fueron relativamente moderadas y la
vuelta a las paridades de preguerra no parecía algo utópico o
arriesgado, aunque requiriera una fuerte medida de deflación.
El patrón oro era el
elemento más simbólico de la situación de preguerra y del glorioso
pasado de la economía británica, y aquí Inglaterra se encontraba
en un dilema. El nivel de precios había subido durante la guerra;
aunque después bajó, estaba a mediados de los años veinte aún muy
por encima de los niveles de 1913; si Inglaterra adoptaba la paridad
de preguerra, es decir, que la libra tuviera el mismo valor en oro
que en 1913, ello podría implicar una sobrevaluación de la moneda
británica, lo cual encarecería los productos británicos con
respecto a los de otros países; la consecuencia sería una tendencia
a importar productos extranjeros baratos y grandes dificultades para
exportar los sobrevaluados productos ingleses. Ello traería consigo
un déficit persistente de balanza de pagos, a menos que funcionase
el mecanismo de Hume y los precios y los salarios ingleses bajaran
para hacerse competitivos. Ésta fue la opción por la que decidió
apostar el gobierno conservador inglés en 1925, con Winston
Churchill en el Exchequer (Ministerio de Hacienda). La
convertibilidad de la libra se había suspendido en 1915 por diez
años, de modo que la decisión de volver a ella, y en qué términos,
había de tomarse en 1925.
Las consecuencias fueron
las de esperar. Keynes escribió inmediatamente una serie de
artículos atacando la decisión con el título de Las
consecuencias económicas de Mr. Churchill (Keynes (1963), pp.
244-279) y previendo lo que había de ocurrir. Entretando, la fuerte
resistencia de los trabajadores a aceptar reducciones en los salarios
y de los empresarios a bajar los precios fue haciéndose sentir.
Precios y salarios descendieron, pero la tensión social en
Inglaterra en los últimos años veinte fue muy grande y el nivel de
paro muy alto. En 1926 hubo una huelga general, que sólo duró nueve
días, pero que dejó una secuela de resentimiento y malestar,
persistiendo además una larguísima huelga en las minas de carbón.
Pese al fracaso de la huelga general, los salarios reales no bajaron
lo bastante como para aliviar el déficit de la balanza de pagos. El
paro siguió aumentando y el gobierno se vio obligado a ampliar el
subsidio de desempleo en 1927. La economía británica llegó a 1929,
el inicio de la Gran Depresión, en una situación muy endeble: para
pagar a los parados y la seguridad social el gobierno tuvo que
endeudarse; la balanza de pagos seguía en déficit; y al venirse
abajo la Bolsa de Nueva Cork y dejar de estar disponibles los
créditos estadounidenses, el apuro del gobierno británico parecía
insoluble.” (284, 285)
“Hacia 1930 prácticamente
toda Europa y toda América habían adoptado el patrón oro, y
también lo habían hecho importantes países asiáticos u oceánicos
como Australia, Nueva Zelanda, filipinas, India y Japón, y los
africanos independientes más importantes, como Egipto y la Unión
Sudafricana. Países destacados fuera del patrón oro (excluyendo
colonias, claro) eran España, china, Turquía y, por supuesto, la
Unión Soviética.” (291)
“No se había aún
rematado este complicado edificio áureo cuando, en expresión de
Condliffe y Eichengreen, aparecieron las primeras ‘grietas en la
fachada’. Éstas vinieron causadas, naturalmente, por el inicio de
la Gran Depresión, cuyos orígenes y consecuencias se analizan más
adelante. Las grietas se convirtieron en un primer y gran boquete el
21 de septiembre de 1931, cuando Inglaterra decidió suspender la
convertibilidad oro de la libra. Recordemos que Portugal acababa de
proclamar, el 9 de junio de 1931, la convertibilidad oro de su moneda
y que España estaba en aquellos momentos planeando adoptarla por
primera vez en su historia.
El abandono del patrón oro
por Inglaterra fue una decisión histórica, aunque el gobierno en
aquel momento anunciara la medida como temporal. En realidad, otros
países lo habían hecho algo antes: argentina, en diciembre de 1929;
Alemania, desde junio de 1931, había suspendido el patrón oro
subrepticiamente al introducir controles de créditos y cambios,
aunque en realidad nunca lo abolió formalmente, ni siquiera en el
período nazi. Sin embargo, la medida inglesa tuvo trascendencia
histórica y alcance mundial porque Inglaterra era aún una primera
potencia económica y se la consideraba la patria del patrón oro.
Para Inglaterra la decisión fue muy difícil de tomar, y puede
decirse que fue una medida in extremis y pretendidamente provisional.
La sobrevaluación de la
libra había implicado un calvario para la economía británica desde
1925. La pérdida de oro obligaba al Banco de Inglaterra a subir los
tipos de interés y restringir el crédito.” (292, 293)
“La libra cayó en picado
a mediados de septiembre y, el día 21, el gobierno dio un decreto
suspendiendo el patrón oro. La cotización de la libra cayó un 20%
de modo inmediato. Era el principio del fin de este sistema de pagos
internacionales.
El
abandono del patrón oro por parte de Inglaterra trajo consigo el de
la mayor parte de los países de la Commonwealth, como Canadá, Nueva
Zelanda, India, más Egipto, Portugal, Grecia, Japón, Colombia,
Uruguay, México y los países escandinavos (Dinamarca, Noruega,
Suecia y Finlandia). Como hemos visto, otros países lo habían
abandonado ya. Quedaban, sin embargo, dos importantes bloques
monetarios que mantenían la convertibilidad oro: la zona del dólar,
aunque muy mermada, pues gran parte de los países americanos ya
habían abandonado la convertibilidad, y el bloque del franco, casi
coincidente con la antigua Unión Monetaria Latina, y que se llamó,
por unos años, el ‘bloque del oro’, porque fueron los últimos
en abandonarlo: Francia, Bélgica, Suiza, Holanda e Italia, a los que
se añadía Polonia. “ (294, 295)