viernes, 22 de abril de 2016

Tortella, G. (2006) Los orígenes del siglo XXI Madrid: Ed. Gadir

1era Guerra Mundial

“Ambos contendientes calcularon que la guerra sería breve; pero, tras una serie de duros enfrentamientos y un punto muerto en 1915, a finales de ese año y en 1916 hubo una serie de cambios políticos de alcance. El primer acontecimiento de gran trascendencia política, sin embargo, había tenido lugar inmediatamente después de declararse la guerra en el verano de 1914. Los partidos socialistas en los países beligerantes apoyaron a sus gobiernos, rompiendo así con la solidaridad internacionalista a la que se habían comprometido en varios congresos internacionales. Especialmente importante fue la famosa declaración de los socialistas alemanes a favor de la defensa de su país y en apoyo de los planes del gobierno para financiar la guerra el 4 de agosto de 1914, que provocó una escisión en el propio partido (de Rosa Luxemburgo y otros izquierdistas) y una fuerte condena por parte de la extrema izquierda europea, en particular de Lenin, que publicó su famosa diatriba contra el ‘renegado Kautsky’. Esta decisión de los socialistas alemanes les proporcionó ventajas que pronto se convertirían en permanentes, ya que gracias a ella adquirieron una respetabilidad a los ojos del público y de los grupos gobernantes de la que antes habían carecido. Esto fue un paso importante en su camino al poder. Aunque no entraron en el gobierno, los socialistas pasaron a formar parte del apoyo parlamentario al gobierno alemán desde el comienzo de la guerra.
Algo parecido ocurría en el bando opuesto. En un encuentro entre socialistas almenajes y franceses en julio de 1914, para determinar una actitud común ante la inminencia del estallido, pronto se echó de ver que tanto unos como otros se inclinaban por apoyar lo que consideraban la defensa de su país. El socialismo europeo se escindió siguiendo las fronteras nacionales y, en sus respectivos países, los partidos políticos establecidos, que en la paz se habían esforzado por excluirlos del poder, durante la guerra hicieron esfuerzos en el sentido opuesto; en el de atraerlos al gobierno para que compartieran las decisiones difíciles e impopulares que todo esfuerzo bélico conlleva y para obtener así el apoyo de los trabajadores y soldados a quienes representaban. En Inglaterra, el jefe liberal, Hebert H. Asquith, amplió su gobierno en 1915, en el que entró, por primera vez en la historia inglesa, un laborista, Arthur Henderson; a finales de 1916, Lloyd George, tras reemplazar a Asquito al frente de los liberales, formó un gobierno de concentración nacional en el que incluyó a tres socialistas, con Henderson en el restringido y decisorio gabinete de guerra; en Francia, René Viviani, ex socialista, incorporó a su gobierno, nada más comenzar las hostilidades, a varios socialistas. Más tarde, Aristide Briand (otro ex socialista) formó un gobierno de coalición en octubre de 1915. En 1917 Georges Clemenceau, el viejo radical, accedió a la jefatura de lo que se llamaría ‘el gobierno de la victoria’. En Alemania, en 1917, el káiser, ante la presión socialista, anunció la introducción del sufragio universal en Prusia, uno de los puntos programáticos de la izquierda.” (238, 239)

“… cambió la actitud hacia el trabajo de la mujer: ellas sustituyeron en fábricas y oficinas a los hombres que habían marchado al combate, demostrando su capacidad y haciendo que los movimientos de reivindicación femenina ganaran legitimidad a los ojos del público. La frecuente alianza del movimiento feminista con los partidos de izquierda sin duda contribuyó a aumentar la respetabilidad del feminismo a medida que la ganaban los socialistas. Una de las más importantes victorias políticas de las feministas fue el sufragio. Las mujeres lo lograron primero en Nueva Zelanda (1893) y Australia (1902); los primeros países europeos donde lo obtuvieron fueron Finlandia (1906) y Noruega (1913). Tras la Guerra Mundial se estableció ya en muchos países, como Canadá y Gran Bretaña (1918), Alemania, Austria, Polonia y Checoslovaquia (1919), Estados Unidos y Hungría (1920), etc.” (240)

Rusia

“… el crecimiento económico de ese país fue fulgurante durante los años que siguieron a la Revolución de 1905, merced sobre todo a las reformas agrarias de Piotr A. Stolypin en 1906 y a que la industrialización había comenzado ya antes gracias a la política de Serguei Y. Witte a finales del siglo XIX. Pero el camino que quedaba por recorrer hasta alcanzar la madurez económica era largo; en vísperas de la guerra el 85% de la población rusa seguía siendo campesina …” (242)

“Los primeros años fueron los más difíciles. El Partido Bolchevique tenía poca representación entre el pueblo ruso, por ser una minoría de revolucionarios profesionales, muy capaces, sí, pero con pocas raíces en el país. La única manera que tenían de mantenerse en el poder era llevando a cabo una política que satisficiera a una fracción mayoritaria de la población, es decir, a los campesinos y a los soldados, grupos que en gran parte se solapaban. De ahí la astuta doble iniciativa de Lenin: de una parte, proclamó la llamada smichka, es decir, la unidad de los obreros y los campesinos; de otra, prometió la paz.
La smichka implicaba el principio de ‘la tierra para quien la trabaja’: era la reforma agraria ‘burguesa’, que no abolía la propiedad, sino que la distribuía entre los pequeños agricultores. Esto era lo que ansiaban los campesinos rusos desde tiempo inmemorial. La reforma de Stolypin había abolido los nexos feudales y comunales, pero no había efectuado una redistribución de la tierra. La smichka dio lugar a una situación caótica en el campo, pero brindó a los bolcheviques un apoyo campesino que duró varios años.” (245)

“¿cómo se explica que el gobierno comunista fuera capaz de ganar la guerra civil y salir de ella fortalecido? Hay tres respuestas fundamentales: de un lado, la extraordinaria capacidad, unida a una voluntad implacable, del puñado de bolcheviques que constituían el gobierno; de otro, el apoyo campesino a los comunistas, no porque compartieran sus doctrinas, sino porque les habían dado acceso a la propiedad de la tierra y habían puesto fin a la guerra contra Alemania; los campesinos no luchaban por el comunismo, sino, muy al contrario, por conservar en paz la propiedad de sus tierras recién adquiridas; y, por último, el sentimiento antizarista de la mayoría de la población, que identificaba, no sin razón, a los ‘blancos’ (quienes combatían a los ‘rojos’) con el odiado régimen autocrático zarista.” (247, 248)

“Otro legado de Lenin a la Unión Soviética y al mundo fue la III Internacional. El desencanto de la extrema izquierda con los partidos socialdemócratas a raíz de su colaboración en la Gran Guerra hizo que desde muy pronto pensaran Lenin y los suyos en crear una III Internacional (la I, la de Marx, duró sólo unos pocos años; la II, fundada en 1889 por Engels, es la Internacional socialdemócrata). La ocasión de fundar la Internacional Comunista llegó en 1919; la Comintern, la III Internacional, agrupo a los recién nacido partidos comunistas, generalmente alas izquierdas escindidas de los partidos socialistas. Con sede en Moscú, fue un instrumento clave en la política exterior de la Unión Soviética, ya que el peso relativo del Partido Comunista Ruso, con el gobierno de la Unión Soviética detrás, era infinitamente mayor …” (253)

Período entre guerras

“Alemania no llegó a ser invadida por los aliados y su capital físico apenas se vio afectado. Sin embargo el esfuerzo bélico dejó a su economía en situación crítica. La guerra había sido financiada con deuda pública, en parte colocada en el banco central a cambio de papel moneda. La suspensión de la convertibilidad oro del marco había permitido un gran aumento de la circulación monetaria, que, unido a las escaseces, provocó fuertes alzas de precios y empobreció a grandes sectores de la población. Aunque la inflación se moderó en los años siguientes a la guerra, la situación se complicó extraordinariamente por el problema de las reparaciones fijadas por los aliados en el tratado de paz que siguió el armisticio y que más adelante veremos.” (257)

Keynes (1963) Essais in persuasión
“Movido por una engañosa demencia y un desconsiderado egoísmo, el pueblo alemán destruyó los fundamentos sobre los que vivíamos y construíamos. Pero los representantes de los pueblos francés y británico están a punto de completar la ruina que Alemania empezó, por medio de una paz que, si se lleva a efecto, atacará aún más, en lugar de reparar, la organización compleja y delicada, ya debilitada y destrozada por la guerra, que los pueblos de Europa necesitan para trabajar y vivir.” (258)

“El tratado de Paz de París tuvo una serie de subtratados: Saint-Germain con Austria, Trianon con Hungría, Sèvres con el Imperio otomano, Neully con Bulgaria, Versalles con Alemania. Los términos fueron muy duros para Alemania. Para empezar, la elección del Palacio de Versalles para presentar a Alemania las condiciones de paz no era en absoluto casual. Fue en Versalles, en el mismo salón de los espejos en que se firmó el tratado, donde cuarenta y siete años antes, tras derrotar a Francia, se había proclamado el nuevo Imperio Alemán y se habían dictado unas durísimas condiciones de paz al humillado rival, con una fuerte indemnización en metálico al vencedor y la cesión de Alsacia-Lorena. Evidentemente, Georges Clemenceau, el anciano primer ministro francés, a quien llamaban El Tigre por su implacable energía, estaba decidido a que Francia se cobrara una doble factura: el desquite largamente debido de la guerra Franco-Prusiana, y las cuentas de la Gran Guerra. El premier inglés, Lloyd George, había ganado la llamada ‘elección kaki’ prometiendo a los electores que Alemania pagaría la factura de la guerra. Las otras dos delegaciones, la estadounidense y la italiana, no se opusieron a la actitud vengativa de sus aliados. De modo que los reunidos en Paris no tardaron en ponerse de acuerdo en que Alemania, siendo la gran responsable de la guerra, debía pagar unas enormes reparaciones. La comisión creada al efecto actuó en virtud de las instrucciones que le daban los gobiernos y, por lo tanto, estableció unas cifras fuera de toda proporción: unos 33.000 millones de dólares, cuatro veces por encima de lo que los economistas creían posible.
La capacidad de pagar de un país es algo extraordinariamente elástico. Estrictamente hablando, Alemania hubiera podido pagar más de lo que se le exigía; se ha dicho incluso que, proporcionalmente, la reparación que Alemania había exigido y obtenido de Francia en 1871 era mayor; pero los aliados olvidaban que, en las circunstancias del momento, las cifras que se exigían a Alemania eran excesivas. En primer lugar, Alemania estaba económicamente postrada tras el esfuerzo bélico, y su capacidad productiva muy dañada por la guerra, la inflación, las confiscaciones y las amputaciones territoriales impuestas por los propios aliados; en segundo lugar, para efectuar los pagos que se le exigían, Alemania necesitaba alcanzar una serie de superávits en su balanza de pagos, normalmente en su balanza comercial, para poder transferir el excedente a sus acreedores. Sin embargo, el problema para lograr ese superávit en la balanza comercial y de servicios radicaba, de un lado, en que la capacidad productiva de Alemania estaba muy dañada; y de otro, en que los aliados elevaban sus barreras arancelarias para evitar precisamente la competencia alemana.” (258, 259)

“La respuesta inmediata de Alemania a las reparaciones exigidas en Versalles fue la protesta, la morosidad en los pagos y el recurso al impuesto inflacionario (es decir, financiar el déficit presupuestario recurriendo a la deuda pública, pero la tendencia inflacionista se vio reprimida por los controles de precios. Al acabar la guerra y relajarse los controles, los precios siguieron subiendo, pero no de manera explosiva. Probablemente, de no haber sido por la inestabilidad política y la cuestión de las reparaciones; Alemania hubiera conseguido estabilizar el marco poco después de la guerra, como muchos esperaban. Pero ante las dificultades políticas se recurrió de nuevo a la creación de dinero fiduciario para financiar el déficit presupuestario (el gobierno temía aumentar los impuestos por la impopularidad que ello le acarrearía) y para pagar las deudas internacionales. Ello hizo que la inflación se agudizara en 1921 y 1922, de modo que, en el verano de este último año, Alemania pidió oficialmente una moratoria en el saldo de su deuda internacional. En respuesta, el gobierno francés, secundado por el belga, decidió invadir la cuenca del Ruhr, rica y cercana, para incautarse directamente de su producción y resarcirse con ella de lo que se le debía. La respuesta alemana fue la resistencia pasiva: los trabajadores del Ruhr dejaron de producir para no recompensar la invasión, pero lo hicieron con la complicidad del gobierno alemán, que siguió pagando sus sueldos. El déficit presupuestario se multiplicó y el gobierno siguió financiándolo inflacionariamente: los precios alcanzaron cifras astronómicas y el marco, ya muy devaluado, se vino abajo completamente.
La hiperinflación alemana de 1923 alcanzó tales magnitudes que se encuentra en todos los libros de texto y ha sido estudiada como fenómeno único por infinidad de economistas e historiadores. Basten unas pocas cifras: el índice de precios se multiplicó por 270 millones entre enero y noviembre de 1923; durante el año anterior se había multiplicado por 76, lo que tampoco es ninguna tontería, porque implica una inflación anual del 7600%. En 1914, 4,2 marcos equivalían a un dólar; a mediados de 1922, para comprar un dólar hacían falta 500 marcos: se había por tanto devaluado la moneda alemana con respecto a la estadounidense en esos ocho años en cerca de un 12000%. Pues bien, en noviembre de 1923, un dólar valía 4,2 billones de marcos. El sistema monetario había dejado de funcionar en Alemania. Fue precisamente en noviembre de 1923 cuando tuvo lugar la estabilización de la moneda alemana (…) También fue entonces cuando Hitler trató de hacerse con el poder por medio del putsch de la cervecería en Munich.” (260, 261)

Período entreguerras
“Tanto en los países que habían sido beligerantes como en los que no, las organizaciones obreras accedieron a parcelas cada vez más amplias de poder, por medio de un aumento de la representación parlamentaria de los partidos socialistas (gracias casi siempre a la introducción del sufragio universal) y de un reconocimiento de los sindicatos como los representantes legítimos de los trabajadores en el mercado laboral. Esta reordenación de fuerzas políticas se reflejó en un avance muy perceptible de la legislación social y laboral.” (268)

“El ritmo del cambio en Estados Unidos fue diferente. Allí las transformaciones sociales e institucionales que tuvieron lugar en los países europeos en los años veinte se aplazaron hasta los treinta. En Estados Unidos el Partido Socialista era testimonial, y el mayor sindicato (la American Federation of Labor, AFL), claramente antisocialista. Varios factores hacen que la situación estadounidense sea muy diferente de la europea. En primer lugar, la clase obrera americana tenía un fuerte componente de inmigrantes cuyas diferencias étnicas y culturales hacían difícil la unidad de acción propia de un sindicato. Por otra parte, se trata de un país muy extenso, con lo que era más difícil organizar a escala nacional. En tercer lugar, predominaba en Estados Unidos una mentalidad individualista y optimista, uno de cuyos principios era que el trabajador honesto y capaz podía alcanzar las cimas de la pirámide social o, al menos, tenía asegurado un nivel de vida más que digno. Esta idea formaba y forma parte del mítico ‘sueño americano’. En cuarto lugar, los salarios y el nivel de vida general en Estados Unidos eran mucho más altos que en Europa. (…)
Por todas estas razones, en Estados Unidos, donde regía el sufragio universal masculino (si bien con fuertes limitaciones, especialmente raciales, en el Sur) desde la fundación del país, los votantes estaban volcados hacia los partidos tradicionales (demócratas y republicanos) que, por otra parte, tenían una proverbial latitud ideológica que podía dar cabida a una mentalidad laborista reformista. En estas condiciones, el Partido Socialista Americano (PSA), fundado en 1901 con la intención de reproducir a sus homónimos europeos, fue siempre muy minoritario. Durante la Guerra Mundial, mientras el PSA se opuso a la guerra (Estados Unidos entró del lado de los aliados en abril de 1917), la AFL apoyó al gobierno (como hicieron los sindicatos en casi todos los países beligerantes), aunque de poco le sirvió en la posguerra, porque si la reacción antibolchevique produjo un reflujo hacia la derecha en Inglaterra y Francia, el fenómeno palidece ante la histeria que se produjo en Estados Unidos, conocida por los historiadores como el ‘miedo a los rojos’ (red scare) de 1919. Los peores excesos de la extrema derecha conservadora tuvieron lugar en Estados Unidos entonces. Desde linchamientos de supuestos extremistas, hasta la deportación de inmigrantes extranjeros pretendidamente subversivos a Finlandia en la llamada ‘arca soviética’; el exceso más conocido fue la condena a muerte de los anarquistas italianos Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti por un delito que muy probablemente no había cometido. Aunque la histeria colectiva fue cediendo más tarde, el ambiente de los veinte fue muy poco propicio para una reforma semejante a la que estaba teniendo lugar en Europa por entonces. La afiliación sindical declinó durante el período.
Al desprestigio de la izquierda contribuyó la prosperidad de los ‘felices años veinte (the happy twenties) estadounidenses.” (271- 273)

“… el período de entreguerras contempló el inicio de un proceso socioeconómico que ha sido característico del siglo XX: el aumento del gasto público en general y del gasto social (pensiones, seguro de desempleo, salud, educación y vivienda social) en concreto. Para una muestra de 17 países (doce europeos occidentales más Estados Unidos, Canadá, Japón Australia y Nueva Zelanda9 recogida por Tanzi y Schuknecht, si el gasto público hacia 1870 estaba en torno al 11% del PIB, en 1913 estaba en el 13% y en 1937 en el 23%. El aumento había sido de diez puntos porcentuales en 24 años. Por supuesto, tras la II Guerra Mundial, el crecimiento sería mucho mayor, hasta alcanzar un 46%, exactamente el doble que en 1937, en 1996. Con gran diferencia, el mayor componente de este crecimiento ha sido ‘el aumento de gasto social para la expansión de las actividades del Estado de Bienestar” (273)

“Cuando, después de la Gran Guerra, se planteaba en Europa el problema de restaurar el sistema monetario, las dificultades fueron considerables. En la base de todas ellas estaba el hecho de que la inflación bélica hubiera disminuído el poder adquisitivo de las monedas y, además que esta disminución hubiera sido diferente en unos países y otros, por lo cual los tipos de cambio no eran los mismos que antes. Volver al sistema exactamente en las mismas condiciones que en la preguerra implicaba un esfuerzo deflacionario que se estimaba políticamente muy costoso; sin embargo, como la inflación no había afectado a todos los países igualmente, algunos, como Inglaterra, pensaban que la vuelta a la paridad (la relación oro-libra esterlina) de preguerra era posible; otros, en cambio, la veían virtualmente imposible.
(…)” (275)
Para muchos el cambio de paridades era no sólo peligroso, sino inmoral, porque los europeos se habían acostumbrado a vivir con una seguridad inmutable basada en el sagrado valor del oro y la moneda. Ofrecer a los europeos de la posguerra menos oro por sus billetes era considerado una especie de estafa por parte de los poderes públicos, una frustración del deseo profundo de los ciudadanos de recuperar el valor pleno de sus ahorros. Si el sistema del patrón oro había funcionado tan bien, se pensaba, era por su inmutabilidad, de la que se derivaba su credibilidad. Si se modificaban las paridades de preguerra, ¿quién aseguraba a ahorradores e inversores que no volverían a modificarse, que no se convertiría lo inmutable en mutable? El público había aceptado los billetes de banco porque sabía que eran convertibles a voluntad en una determinada cantidad de oro: si esa equivalencia se modificaba hoy, podría modificarse también en el futuro; lógicamente, el público desconfiaría de los billetes y preferiría atesorar oro. Estos temores sin duda resultaron exagerados, porque el público se había ha acostumbrado a los billetes inconvertibles. Pero las ventajas de la inmutabilidad del valor del dinero parecían evidentes.
Otro aspecto del problema, donde también se aunaban las cuestiones de moralidad y de riesgo, era el de la competencia desleal. Si unos países restablecían la convertibilidad por debajo de la paridad de preguerra, serían más competitivos internacionalmente que los que la restablecieran a la antigua paridad, y ello entrañaría un doble sacrificio para estos últimos, que deberían rebajar aún más sus precios y salarios para poder competir con los que habían rebajado sus monedas. La justeza de este temor se vio confirmada por los problemas que tuvo Inglaterra a partir de 1925.
Tratado de encontrar solución a estas cuestiones se convocó una serie de conferencias monetarias durante la posguerra. La Conferencia de Génova en 1922 se ha citado siempre como la que consagró el patrón de cambios oro. Un país practica el patrón de cambios oro cuando admite como base monetaria (es decir, como activo justificativo de la emisión de papel moneda) no sólo el oro, sino las divisas convertibles en oro. Fue común durante la belle époque que ciertos países trataran la libra esterlina como oro en el cómputo de la base monetaria sobre la que emitían billetes sus bancos emisores. Al fin y al cabo, ¿Qué más daba tener libras en la caja del banco emisor o tener oro? El admitir las libras como base monetaria simplemente evitaba el engorro de tener que enviarlas para su conversión a Inglaterra y efectuar el transporte del oro desde Inglaterra al país en cuestión.
Otra variedad de patrón oro también muy empleada en el período de entreguerras fue el llamado ‘patrón pintores oro’; según este sistema, la convertibilidad oro de los billetes del banco central se mantenía, pero sólo para cantidades muy grandes (lingotes), es decir, solamente para unos pocos operadores. De esta manera se evitaba que el público, en momentos de pánico, se agolpara ante el banco central para transformar sus billetes en oro. Técnicamente, los billetes eran convertibles en oro, pero el metal no se acuñaba ni circulaba.”
(…)
Sin embargo, la resolución de un problema conducía a otro, el peligro del patrón de cambios oro radicaba en que la transmisión internacional de una crisis podría hacerse de manera más rápida, fulminante y peligrosa que con el patrón oro a secas. Veamos cómo: supongamos que la caída del precio del café causara una crisis de confianza en Brasil; los cuentacorrentistas brasileños acudirían a los bancos a convertir sus cruzeiros en oro. Pero el Banco del Brasil no tenía oro, sino escudos; enviaría por tanto a toda velocidad sus escudos a Portugal a que el Banco de Portugal los convirtiese en oro. El Banco de Portugal, a su vez, exigiría la conversión de sus libras en oro en el Banco de Inglaterra para poder pagar en oro al Banco del Brasil. Esto forzaría al Banco de Inglaterra a restringir drásticamente su circulación de billetes, lo cual provocaría una depresión en Inglaterra. Pero lo mismo habría ocurrido en Portugal, que habría visto reducido su encaje por tener que enviar oro a Brasil. De este modo, la depresión de Brasil afectaría a Inglaterra, pasando por Portugal, y tendría grandes probabilidades de transmitirse al resto del mundo, por la baja en las demandas brasileña, portuguesa e inglesa. Esto es, muy simplificadamente, lo que ocurrió durante la Gran Depresión.” (275 – 279)

Alemania
“La impresión que ha predominado tradicionalmente era que los asalariados habían sido los más perjudicados por la inflación, juntamente con los rentistas y los acreedores en general. Sin embargo, la evidencia presentada por Holtfrerich (1986) muestra que los sueldos reales de empleados y trabajadores de cuello blanco sufrieron más durante la inflación que los salarios de los trabajadores manuales en la industria, la construcción y los servicios, y que incluso, en el caso de la construcción, los salarios reales aumentaron. En total, por tanto, fueron los salarios normalmente más bajos los que menos cayeron, de modo que la distribución de la renta mejoró. Esta mejora de la distribución, sin embargo, apenas fue advertida por los beneficiarios, pero sí fue sentida en sus carnes por los perjudicados. Ello contribuiría a explicar la desafección de las clases medias y altas a la República de Weimar, y lo tibio del apoyo de la clase obrera, actitudes que tanto se notaron en especial a partir de 1929 y que tanto contribuyeron a la victoria nazi.” (281)

“Este miedo a la inflación explica la pasividad de los medios financieros alemanes ante la deflación de 1930-1933. Lo mismo puede decirse de los otros países importantes, como Estados Unidos, Inglaterra o Francia, cuyas autoridades monetarias no se atrevieron a seguir políticas anticíclicas en los primeros momentos de la Gran Depresión y que, cuando lo hicieron, las aplicaron de manera tímida e insuficiente. En una palabra, la memoria de la inflación alemana contribuyó a agravar el impacto de la depresión mundial ocho años más tarde.” (281, 282)

“En general, las inflaciones en los países de Europa Occidental fueron, aunque fuertes, menos virulentas que en la mitad Oriental. En algunos de ellos, como Holanda y los países escandinavos, o como la propia Inglaterra, las alzas de precios fueron relativamente moderadas y la vuelta a las paridades de preguerra no parecía algo utópico o arriesgado, aunque requiriera una fuerte medida de deflación.
El patrón oro era el elemento más simbólico de la situación de preguerra y del glorioso pasado de la economía británica, y aquí Inglaterra se encontraba en un dilema. El nivel de precios había subido durante la guerra; aunque después bajó, estaba a mediados de los años veinte aún muy por encima de los niveles de 1913; si Inglaterra adoptaba la paridad de preguerra, es decir, que la libra tuviera el mismo valor en oro que en 1913, ello podría implicar una sobrevaluación de la moneda británica, lo cual encarecería los productos británicos con respecto a los de otros países; la consecuencia sería una tendencia a importar productos extranjeros baratos y grandes dificultades para exportar los sobrevaluados productos ingleses. Ello traería consigo un déficit persistente de balanza de pagos, a menos que funcionase el mecanismo de Hume y los precios y los salarios ingleses bajaran para hacerse competitivos. Ésta fue la opción por la que decidió apostar el gobierno conservador inglés en 1925, con Winston Churchill en el Exchequer (Ministerio de Hacienda). La convertibilidad de la libra se había suspendido en 1915 por diez años, de modo que la decisión de volver a ella, y en qué términos, había de tomarse en 1925.
Las consecuencias fueron las de esperar. Keynes escribió inmediatamente una serie de artículos atacando la decisión con el título de Las consecuencias económicas de Mr. Churchill (Keynes (1963), pp. 244-279) y previendo lo que había de ocurrir. Entretando, la fuerte resistencia de los trabajadores a aceptar reducciones en los salarios y de los empresarios a bajar los precios fue haciéndose sentir. Precios y salarios descendieron, pero la tensión social en Inglaterra en los últimos años veinte fue muy grande y el nivel de paro muy alto. En 1926 hubo una huelga general, que sólo duró nueve días, pero que dejó una secuela de resentimiento y malestar, persistiendo además una larguísima huelga en las minas de carbón. Pese al fracaso de la huelga general, los salarios reales no bajaron lo bastante como para aliviar el déficit de la balanza de pagos. El paro siguió aumentando y el gobierno se vio obligado a ampliar el subsidio de desempleo en 1927. La economía británica llegó a 1929, el inicio de la Gran Depresión, en una situación muy endeble: para pagar a los parados y la seguridad social el gobierno tuvo que endeudarse; la balanza de pagos seguía en déficit; y al venirse abajo la Bolsa de Nueva Cork y dejar de estar disponibles los créditos estadounidenses, el apuro del gobierno británico parecía insoluble.” (284, 285)

“Hacia 1930 prácticamente toda Europa y toda América habían adoptado el patrón oro, y también lo habían hecho importantes países asiáticos u oceánicos como Australia, Nueva Zelanda, filipinas, India y Japón, y los africanos independientes más importantes, como Egipto y la Unión Sudafricana. Países destacados fuera del patrón oro (excluyendo colonias, claro) eran España, china, Turquía y, por supuesto, la Unión Soviética.” (291)

“No se había aún rematado este complicado edificio áureo cuando, en expresión de Condliffe y Eichengreen, aparecieron las primeras ‘grietas en la fachada’. Éstas vinieron causadas, naturalmente, por el inicio de la Gran Depresión, cuyos orígenes y consecuencias se analizan más adelante. Las grietas se convirtieron en un primer y gran boquete el 21 de septiembre de 1931, cuando Inglaterra decidió suspender la convertibilidad oro de la libra. Recordemos que Portugal acababa de proclamar, el 9 de junio de 1931, la convertibilidad oro de su moneda y que España estaba en aquellos momentos planeando adoptarla por primera vez en su historia.
El abandono del patrón oro por Inglaterra fue una decisión histórica, aunque el gobierno en aquel momento anunciara la medida como temporal. En realidad, otros países lo habían hecho algo antes: argentina, en diciembre de 1929; Alemania, desde junio de 1931, había suspendido el patrón oro subrepticiamente al introducir controles de créditos y cambios, aunque en realidad nunca lo abolió formalmente, ni siquiera en el período nazi. Sin embargo, la medida inglesa tuvo trascendencia histórica y alcance mundial porque Inglaterra era aún una primera potencia económica y se la consideraba la patria del patrón oro. Para Inglaterra la decisión fue muy difícil de tomar, y puede decirse que fue una medida in extremis y pretendidamente provisional.
La sobrevaluación de la libra había implicado un calvario para la economía británica desde 1925. La pérdida de oro obligaba al Banco de Inglaterra a subir los tipos de interés y restringir el crédito.” (292, 293)

“La libra cayó en picado a mediados de septiembre y, el día 21, el gobierno dio un decreto suspendiendo el patrón oro. La cotización de la libra cayó un 20% de modo inmediato. Era el principio del fin de este sistema de pagos internacionales.
El abandono del patrón oro por parte de Inglaterra trajo consigo el de la mayor parte de los países de la Commonwealth, como Canadá, Nueva Zelanda, India, más Egipto, Portugal, Grecia, Japón, Colombia, Uruguay, México y los países escandinavos (Dinamarca, Noruega, Suecia y Finlandia). Como hemos visto, otros países lo habían abandonado ya. Quedaban, sin embargo, dos importantes bloques monetarios que mantenían la convertibilidad oro: la zona del dólar, aunque muy mermada, pues gran parte de los países americanos ya habían abandonado la convertibilidad, y el bloque del franco, casi coincidente con la antigua Unión Monetaria Latina, y que se llamó, por unos años, el ‘bloque del oro’, porque fueron los últimos en abandonarlo: Francia, Bélgica, Suiza, Holanda e Italia, a los que se añadía Polonia. “ (294, 295)